METALITERATURA

Beca Creación 2021. Fondo Nacional de las Artes 2021.



La experiencia de crecer en Cortázar

3/12/2010 Cortazar

La experiencia de crecer en Cortázar Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! César Vallejo, “Los heraldos negros”

Por:   Lulo, Irene
 

 

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

César Vallejo, “Los heraldos negros”

 

“Bestiario” (Bestiario, 1951), “Los venenos” y “Final del juego” (ambos en Final del juego, primera edición mexicana, 1956) son relatos en los que se narra un acontecimiento que produce un cambio en los protagonistas, niños –en el caso de los dos primeros cuentos–, o adolescentes –“Final del juego”. Este acontecimiento está ligado a una experiencia de lo sexual y a la frustración amorosa. El cambio, en todos los casos, representa un “golpe” de crecimiento. Las tres narraciones se construyen como relatos del desasosiego, a partir del pasaje operado por este acontecimiento hacia una madurez de los personajes.

 

Empezaremos por considerar algunas cuestiones relativas al espacio de la escritura y su configuración. Al respecto, Nicolás Rosa sostiene que “toda escritura genera su propio espacio” [Rosa, 2004: 202]. Este se configura de manera distinta según cada autor y contribuye a otorgarle una especificad a su poética. En el caso de Cortázar, la escritura del relato genera una espacialización  que se construye como “un sólido modelo de invariantes que pueden ser verificadas” [Rosa, 2004: 204].

Rosa distingue un primer principio de segmentación del espacio escriturario cortazariano: el espacio cerrado (el adentro) y el espacio abierto (el afuera). Esta división esencial se ve subsumida por otro eje más general: el acá y el más allá, con todas las connotaciones que ese “más allá” pueda contener. En muchos casos, el espacio cerrado coincide con un más allá: es el terreno de lo fantástico, lo siniestro o lo monstruoso. Es la casa de “Bestiario”, con la presencia amenazante del tigre y del Nene, una casa triste donde todas las cosas tienen “algo de húmedo y abandonado”. Al mismo tiempo, el espacio abierto es percibido por los personajes, en cuentos como “Los venenos” o “Final del juego”, como un más acá: el afuera de la casa familiar es el terreno privilegiado de los niños, es su reino particular, del cual se sienten soberanos a la hora de la siesta, cuando los adultos duermen. 

Los “espacios cerrados” y los “amplios” generan también espacios intermedios: “como operadores del movimiento espacial aparecen los itinerarios, los espacios intersticiales y los espacios transicionales” [Rosa, 2004: 205]. Los itinerarios tienen una función mediadora entre zonas y territorios, y generalmente se cumplen dentro de un circuito cerrado (un ejemplo sería la novela de Cortázar Los premios). Los espacios contiguos son la antesala de los intersticios y constituyen un elemento adecuado para el efecto de lo fantástico, como en “La puerta condenada”.

Los espacios intersticiales comprenden los puentes, pasajes, túneles. En ellos, la escritura “encontraría una fisura, una grieta, por donde instalar una realidad de la ficción (…) en ellos se alojaría aquello que la escritura no puede representar, lo otro inasible, el negativo de la escritura” [Rosa, 2004: 207]. El intersticio no es en realidad un espacio, sino la operación por la cual se genera un nuevo espacio: el espacio transicional. Algunas veces, el espacio transicional se fusiona con el tiempo transicional. Estos son los cuentos que narran el recorrido entre un espacio inicial y un espacio-meta, que es a la vez la transición entre la infancia-adolescencia y la madurez. En ellos, la superposición de tiempo y espacio ocurre por la “marca” de la sexualidad. Es en este lugar donde nos situamos para iniciar el recorrido por los tres cuentos ya mencionados.

 

Tanto en “Bestiario” como en “Los venenos” y en “Final del juego”, el habla de los personajes es un habla infantil o adolescente, que se constituye no sólo en los términos utilizados –“mamita”, “abuelita”– sino, sobre todo, en la mirada que imprimen los sujetos sobre el mundo. Es esta una mirada ingenua, que no alcanza a comprender muchas de las cosas que suceden a su alrededor. La configuración de un habla determinada, alejada de la enunciación propia del autor, que denota una extracción social o una edad infantil, es una característica de los relatos de Cortázar. En este último caso, se trata de personajes-narradores que ignoran el alcance profundo de lo acontecido, pero que el lector puede reconstruir, a partir de la trama textual que repone –a veces de manera oblicua– elementos clave.

En todos los relatos de Bestiario, el sujeto del enunciado se desplaza generalmente entre una enunciación en primera persona y otra en tercera. Si bien cuando Barrenechea le señaló a Cortázar que se apoyaba reiteradamente en la primera persona confesional, este le replicó, con razón, que varios de los relatos de Bestiario están en tercera[1], también es cierto que estos relatos esconden, secretamente, una primera persona. Ya sea por la focalización interna en el personaje, ya sea por la alternancia entre la narración en tercera y algunos fragmentos en primera, como es el caso de “Bestiario”. Cortázar, en “Del cuento breve y sus alrededores”, sostiene que en sus relatos busca generar en el lector la sensación de que “está leyendo algo que ha nacido de sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás con la presencia manifiesta del demiurgo” [Cortázar, 1996: 64]. El signo de un gran cuento sería su autarquía. En este sentido, aunque resulte paradójico, la narración en primera persona constituiría la solución al problema, “porque narración y acción son ahí una y la misma cosa” [Cortázar, 1996: 65].

El focalizador constituye el ángulo de visión desde el cual se percibe un objeto. Pero es más que una perspectiva: es el lugar de aprehensión intelectual y sensitiva de dicho objeto. En un cuento, esta figura puede coincidir bien con el narrador, bien con algún personaje. “Bestiario” está narrado en tercera persona, pero el relato presenta una focalización interna en la protagonista, Isabel, por lo cual el lector accede a los hechos narrados a través de su mirada, a tal punto es esta imbricación de voces que por momentos pareciera que es la niña quien enuncia el relato[2]. A esto, se suman algunos fragmentos epistolares en primera persona, donde Isabel se dirige a su madre. Es característico el juego de cambio de los narradores: Isabel empieza a escribir en primera persona, e inmediatamente la frase se corta, queda inconclusa, y luego de una marca tipográfica, vuelve el narrador en tercera a contarnos aquello que ha quedado ausente en las palabras de la niña: “Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros momentos, hay que fijarse si – Casi siempre era Rema la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales.” [B: 167]

Isabel es mandada por su madre y su tía a la casa de los Funes, una casa triste con un chico solo para jugar con ella, una casa que, sin embargo, resulta un foco de atracción para la muchacha, ya por los juegos con Nino, ya por las manos dulces de Rema, la menor de los Funes; una casa que le inspira “miedo y delicia”. La connotación sexual de este espacio aparece señalada desde los comienzos del relato, y se acentúa por la presencia enigmática del tigre. Sobre esto volveremos más adelante. Cortázar retacea la claridad de los vínculos parentales. Sabemos por una sola mención, dicha como al pasar, que el niño, Nino, es hijo de Luis Funes: “Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el tiempo; a veces llamaba a su hijo y le daba libros con figuras.” [B: 167] También sabemos que Rema y el Nene, los otros Funes, son los tíos de Nino, y que Rema es la menor de los hermanos, por lo cual queda armada la estructura familiar: tres hermanos y un niño en un caserón en el campo; una madre –la del niño– ausente. Vale una mención a los nombres: los cuatro integrantes de esa familia tienen nombres de cuatro letras, y algunos son significativos. Nino es el nene, pero el Nene es el adulto, y es el adulto al cual el nene le teme, porque es violento con él y con su ser amado, Rema.

La casa está rodeada por naturaleza: un bosque de sauces, el jardín de los tréboles, el parque de las hamacas, la costa del arroyo, pero también los insectos, el famoso “bestiario”, donde se acumulan cucarachas, sapos, hormigas, mamboretás. Los bichos constituyen, para los niños, un mundo paralelo al de los humanos. La casa también está habitada por la naturaleza: un tigre vive allí. Este elemento extraordinario se acerca a lo que Rosalba Campra llamó, respecto de los relatos de Cortázar, la “sugestión de lo fantástico” [Campra, 1996]. En efecto, este cuento, dentro del corpus abordado en este trabajo, es el único que presenta elementos que, por su cualidad disruptiva del orden aparente, o por su carácter insólito que bordea los límites de lo real, lo asimilan al “modo” fantástico. También sobre este punto volveremos.

Interesa ahora abordar esta presencia acuciante de la naturaleza y su connotación sexual. La repetición del verde la presentifica línea tras línea: “Se tiró en la noticia, en la enorme ola verde, lo de Funes, lo de Funes” (…) “El Nene (les dio) una bolsa de goma y un frasco de píldoras verdes” (…) “Le fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran verdes” (…) “De los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde” (…) “un mamboretá de un verde tan verde”. El verde tiene una connotación negativa: le fastidian a Isabel las hojas verdes, el triángulo verde de la boca del Nene –quien ya les había dado, para armar el botiquín, un frasco de píldoras verdes– ocurre luego de que Isabel lo encuentra besándola a Rema, el mamboretá verde es para Rema –objeto del deseo de Isabel– un “bicho asqueroso”. La naturaleza amenazante aparece encarnada en el verde y en la presencia ominosa del tigre, que está en todos lados y en ninguno, que sólo se puede evadir momentáneamente, una presencia espectral que nunca se manifiesta pero que delimita el campo de acción y constriñe. Hasta que fatalmente ocurre el encuentro entre el símbolo y lo simbolizado: el tigre y el Nene –la amenaza sexual. En varios momentos el Nene se asemeja a la bestia, como cuando se pasea, en la noche de calor, expectante y en mangas de camisa, en el espacio reducido de su estudio, y le pide a Isabel que llame a Rema, pero esta no acude, entonces el Nene mira la jarra de limonada que le trajera Isabel “como alguien que mira una perversidad infinita” [B: 175].

El relato se consuma en un punto álgido, y los dos personajes femeninos –una mujer y una niña, que ya no es tan niña, que ha madurado a lo largo de la historia, que ha dejado de ser la “chica consentida, boba, conducta regular” del comienzo– se abrazan y lloran porque han conjurado –aunque sea de momento– el peligro del hombre, y con ello se ha producido un acto de justicia. De un lado, el de la mujer, quedan las caricias y el contacto corporal, las “manos dulces”, lo sensitivo –lo que también siente Nino libremente, porque aún es un niño, porque aún no es un hombre. Del otro lado, el del hombre –el del varón–, quedan la violencia y el abuso, la seriedad y la lectura silenciosa y atenta en la biblioteca o en el estudio. Nicolás Rosa sostiene que la casa, en este cuento, “recorta una circulación del elemento fantástico”, porque lo siniestro está en todos lados y en ninguno. Finalmente, el encuentro se producirá “en un espacio mítico por definición: la “biblioteca” y por obra de un equívoco desplazamiento espacial. De esta forma, “la “biblioteca” (un imaginario de la cultura en Borges) resulta el espacio degradado de lo fatal (…)” [Rosa, 2004: 206]. Aquello que en Borges representaba un espacio del saber, casi sagrado, en el relato de Cortázar se convierte en el lugar, bárbaro, donde se efectúa el encuentro con lo salvaje.

Esto nos conduce al famoso texto de Freud, donde el autor afirma que la sensación de lo siniestro –aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás, cosas que retornan, angustiantes, de una antigua represión– se da, frecuentemente, “cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real; cuando un símbolo asume el lugar y la importancia de lo simbolizado.” [Freud, 1997: 77] En “Bestiario” hay una representación de lo siniestro, que se manifiesta en la presencia del tigre y el significado que vehiculiza, que se realiza y presentifica en la relación perversa que mantiene el Nene con Rema. Y lo reprimido que vuelve nos trae a Isabel pensando que “nunca había visto a Rema besando al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde” [B: 174], donde el discurso arrastra, a su pesar, aquello que preferiría callar. O cuando Isabel le pregunta a Rema, de pronto, si el Nene está enojado con ella, e inmediatamente siente “miedo de su pregunta, un miedo sordo y sin sentido” [B: 170].     

Rosalba Campra sostiene que en Cortázar se crean distintas posibilidades de realización textual de lo fantástico. En algunos de sus cuentos no se registran acciones ni presencias sobrenaturales, pero igualmente “crean el desasosiego de haber percibido, más allá o más adentro de lo real, el fulgor de lo incognoscible y lo enemigo” [Campra, 1996: 214]. Cercana a esta afirmación, Rosemary Jackson explica que en una cultura secular, el fantasy “no inventa regiones sobrenaturales, pero presenta el mundo natural transformado en una cosa rara, en “otra” cosa” [Jackson, 1986: 15]. Esta “otra” cosa, que produce el “fulgor de lo incognoscible y lo enemigo”, es en “Bestiario” la presencia amenazante del tigre rondando por la casa, tanto en su carácter de animal bestial, como en su aspecto de amenaza sexual. Lo que no se puede decir, el elemento eludido que contribuye a la ambientación de lo fantástico, es la relación incestuosa que mantienen el Nene y Rema, aprehendida por Isabel en un gesto que quizás no llega a ser comprensión, pero que la conduce a actuar: provoca el encuentro del tigre con el Nene. Noé Jitrik habla de una “zona sagrada” de los personajes, común a todos los relatos de Bestiario. En ellos se produce un pasaje de una interioridad profundamente resguardada, tal vez oprimida, y al acecho, hacia el exterior: “Es una zona sagrada que termina por resplandecer y que se generaliza al transmitirse cubriendo todo el vivir del que la contenía.” [Jitrik, 1968: 19] En “Bestiario”, la emergencia de esta “zona sagrada” es tan irrefrenable como lo es la presencia de ese acontecimiento que perturba y no deja, que se cuela en el discurso de Isabel para después hacerse carne en el acto.

 

En “Los venenos” y en “Final del juego” ya no encontramos una sugestión de lo fantástico, tampoco un elemento simbólico de la amenaza sexual como lo era el tigre en “Bestiario”. Sin embargo, en ambos relatos los personajes vivencian un acontecimiento que es percibido como una frustración amorosa y funciona como pasaje hacia la madurez.

“Los venenos” está narrado en primera persona y quien enuncia el relato es un niño. Esto se percibe no sólo en el vocabulario y en el modo de la narración –sin pausas, con repeticiones y polisíndeton–, sino también, como dijimos anteriormente, en la mirada ingenua desde la que relata los acontecimientos, además de la mención reiterada de numerosos juegos –elemento característico de Cortázar[3]–: el narrador y su hermana, junto con Lila y Hugo, leen el Billiken y juegan a la rayuela, el vigilante y ladrón, el barco hundido, las bolitas, el balero, etc. Estos juegos se desarrollan en el tiempo de la siesta, momento en que los niños se encuentran solos y son los dueños de un reino natural dibujado en el calor de la tarde.

En “Los venenos”, así como en “Final del juego”, se hacen presentes numerosos detalles que contribuyen a crear espacios de realidad. Lo que Barthes llamó “el efecto de lo real”, en el realismo moderno, resulta de la proliferación de notaciones insignificantes, que denotan directamente lo real sin decirlo, y de esta manera no hacen sino significarlo, creando una ilusión referencial  [Barthes, 2004]. En el caso de los relatos de Cortázar, esta notación llega a saturar páginas enteras. Rosa la llamó “una verdadera taxonomía de la realidad tabulada en la escritura”, cuyo procesamiento sobresaliente es el nombrar: nombrar objetos, nombrar lugares y nombrar nombres (propios). Rosalba Campra observa que este efecto se puede comparar al del “hiperrealismo pictórico”, “en el que la exasperación del detalle, la relevancia de los volúmenes, la banalidad del mundo representado termina por crear una ambigüedad desrealizante” [Campra, 1996: 217]. Por eso mismo, el hiperrealismo contribuye, paradójicamente, a partir de la acumulación y el exceso, a crear la sugestión de lo fantástico. En el caso de “Los venenos” y de “Final del juego”, la profusión de detalles ayuda a configurar un espacio de la infancia y de extracción social humilde y/o rural, que aparece contrapuesto bien al mundo de la ciudad, en el primer caso, bien al mundo de las familias “bien” –como las de Loza, que tienen dos sirvientas para todo servicio– en el segundo. Las chicas de “Final del juego” también se ilusionan con la idea de que Ariel asista a un colegio inglés (“no podíamos aceptar un incorporado cualquiera”[4]), y se decepcionan cuando se enteran de que en verdad concurre a un Industrial.

De los tres cuentos considerados, “Los venenos” es el que presenta una mirada más pueril: hasta el final del relato, el narrador no comprende –no puede enunciar con palabras– lo que le sucede con Lila, la atracción que siente por ella, y entonces se encuentra escribiendo su nombre junto con el de la niña “por pura casualidad”, o se va a dormir “pensando en Lila y en Buffalo Bill y también en la máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila”[5]. Tampoco sabe qué hacer cuando se descubre celoso –aunque él no se descubre, lo descubrimos nosotros, lectores– porque la hermana busca a Hugo para novio: “era cosa de decírselo a mamá para que le plantara un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo decírselo a mamá, total no hacían nada malo.” [V: 306] Ni llega comprender el porqué de esas miradas recurrentes entre Lila y su primo. La mención reiterada del nombre de Lila, junto con el de Hugo, y la ausencia del nombre del narrador y el de su hermana, prefiguran la frustración amorosa: aquellos innominados son los no correspondidos en su amor.

Las hormigas y la máquina de matar hormigas[6] vehiculizan las sensaciones que experimenta el narrador, sensaciones nuevas e inaprensibles aún para él, vinculadas con el despertar sexual y con el enfrentamiento y la competencia –a veces sutiles, otras veces manifiestos– con un par suyo, su primo Hugo. Así, la máquina de matar hormigas, peligrosa porque lleva veneno, es manejada por el tío Carlos y por el narrador –motivo de orgullo para él–, y por esto no quiere que Hugo se meta, porque es “de esos que todo lo saben y abren la puerta para mirar adentro” [V: 305]. La oposición entre el narrador y Hugo es muy marcada: el primero es un chico de Banfield, con conocimientos más bien rurales, sensible, un poco solitario, con buen estado físico y cierta ingenuidad marcada; el otro viene de Capital, “sabe mucho” pero es débil –se recupera de una pleuresía–, prepara el ingreso a primer año, lee a Salgari y tiene una pluma de pavo real –símbolo de ostentación masculina, atracción de las muchachas pero también del narrador. Una frase sintetiza esta oposición: “Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba tan lejos” [V: 305].

Los primos compiten en los juegos y en el cortejo a Lila, pero esta competencia por ver quién “copa la parada” no excluye el hecho de que se bañen juntos, sean cómplices en las travesuras e incluso que el narrador lo extrañe cuando Hugo se va. Al final, cuando el niño se entera de que su primo le ha regalado la pluma, tan preciada, a Lila, los celos se manifiestan a través del accionar de la máquina: agrega más veneno y permite que este se esparza por los jazmines que había plantado en el jardín de Lila, jazmines que le había regalado porque era “lo mejor que tenía”. El plural de “los venenos”, entonces, cobra pleno sentido hacia el final del relato: por un lado, el veneno que mata las hormigas y que el narrador aprende a manejar, el mismo que alguna vez imaginó recorriendo su propio cuerpo (“el veneno andaba por las venas del cuerpo igual que el humo en la tierra” [V: 307]); por el otro, un veneno mayor y aún inasible –o quizás siempre inasible–, el del amor, que también mata, y lo que muere es justamente el niño, en una experiencia –de esas que lastiman– de crecimiento.

 

En “Final del juego” la narradora en primera persona ya no es una niña, sino una adolescente, y la desavenencia amorosa que se relata no la tiene como protagonista, al menos no directamente, sino a su prima Leticia, una muchacha con parálisis en el cuerpo. En verdad la narradora no es una adolescente en el momento de la enunciación (“Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo” [FJ: 399]), pero al relatar lo sucedido regresa a la sensibilidad de entonces, a la mirada de esos años. En algunos momentos, sus frases denotan una mayor madurez: “(…) en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo, empezando por el propio enfermo (…)” [FJ: 401]. Ambas tres, la narradora, Leticia y Holanda, aprovechan, como los niños de “Los venenos”, la hora de la siesta en los días de calor, para escapar de la casa –una casa grande, con habitaciones vacías en el fondo y largas galerías, donde sólo habitan mujeres– y correr hacia las vías del Central Argentino, en Palermo, y allí jugar a su juego preferido: la composición de estatuas y actitudes. La sensación de estar creciendo inunda el relato: “Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante.” [FJ: 398] Este sentimiento de libertad aparece en los otros relatos. Lo siente Isabel una tarde en la quinta: “Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo” [B: 170]. Lo siente el narrador de “Los venenos” cuando relata su sueño de volar, en el que cree –y desea– estar despierto, a diferencia de Isabel, que teme estar soñando, y sin embargo está despierta. La libertad es ese impulso irrefrenable que los conduce hacia adelante, en la transición del crecimiento.

La narradora y Holanda producen las peleas y las corridas en la casa –son artífices del movimiento–; Leticia, imposibilitada de seguirlas en su celeridad, reposa inmóvil y lee: “(…) y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.” [FJ: 397] Muchas cosas resultan inexplicables para la narradora, que se debate entre una lectura ingenua de la situación de Leticia, y una comprensión que se traduce en sentimientos contradictorios. Así, comienza diciendo que la primera en iniciar el juego era Leticia, “la más feliz de las tres y la más privilegiada”, porque está exenta de los deberes domésticos y otros mandados. En esta primera etapa, antes de operarse el pasaje por el cual las muchachas van a sentir que se acaba el juego, antes de la intervención de un hombre en ese universo esencialmente femenino, la narradora dice: “Leticia dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino” [FJ: 398]. Y cuando más adelante sientan las hermanas envidia de Leticia, por ser la elegida de Ariel, no dejarán de sentir, al mismo tiempo, compasión por ella: “Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura” (…) “pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima” (…) “en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar”. Hacia el final, una vez que Ariel la rechaza, Holanda y la narradora se sienten “entre aliviadas y furiosas”. Al igual que observábamos en “Los venenos”, los personajes que transitan la infancia y la adolescencia se hallan continuamente ante sensaciones encontradas que no se conjugan en un sentimiento unitario, que no pueden conjugarse en un sentimiento unitario, porque este vaivén contradictorio es la marca, justamente, del proceso de crecimiento. Jitrik habla de estos niños como “seres incompletos”, provisorios, que están en formación, y “por cuya boca se expresa la existencia” [Jitrik, 1968: 27]. Es en este acto, el de expresar la existencia, donde estos seres “provisorios” recorren el camino hacia una “completitud”: ser “grandes”.

El juego preferido de las muchachas consiste en componer, a partir de una adecuada ornamentación, actitudes y estatuas para exhibirse ante los pasajeros que viajan en el tren de la tarde. Estos juegos acentúan la mirada, la imagen, la apariencia, en un gesto que busca la exposición, el desparpajo propio de esa edad, y que encuentra su respuesta en la honda emoción que les produce recibir el primer papelito de Ariel. La visión, sentido privilegiado del modo fantástico, se hace presente en este cuento como vehículo de un rechazo: no a una aparición espectral, no a algo monstruoso o sobrenatural, sino a un cuerpo enfermo, inscripto en el orden de lo real. Leticia es por un lado “la más linda” para Ariel, porque en su inmovilidad puede realizar las mejores estatuas. Una de sus mejores composiciones, una de las más impactantes, es la “Venus del Nilo” –como la llama tía Ruth. En una ironía trágica o descarnada, Leticia se convierte en una experta en la representación de la figura del amor por excelencia: la Venus de Milo. Sin embargo, una vez que el muchacho comprende la enfermedad que padece –ya sea por la carta que le dirige Leticia, de la cual no llegamos a saber su contenido, ya sea por esa última mirada que el joven le dirige desde el tren, cuando Leticia compone una estatua egregia y dobla el cuerpo “hasta darnos miedo”–, deja de aparecer y la narradora lo imagina “viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises” [FJ: 405]. El final del juego, presentido por Holanda, anuncia el abandono de la infancia y de las siestas lúdicas en las tardes de calor, espacios y momentos en que Leticia era aún la princesa que dirigía el reino.

 

Los tres cuentos que aquí analizamos presentan personajes en una etapa infantil o adolescente, que vivencian situaciones de frustración amorosa o de amenaza sexual, que muchas veces no alcanzan a comprender pero que ofician, siempre, como puente o pasaje: el espacio transicional que se genera no es tanto un lugar a ser atravesado, como un tiempo a ser recorrido. Y el espacio-meta alcanzado permanece inasible en cuanto queremos buscar su mención explícita: los personajes maduran, y esta madurez es el otro extremo del puente. Sin embargo, estos cuentos construidos a partir de “la intensidad y la tensión”[7], nos retacean el cartel de llegada, nos desperezan y nos sacuden con el sentimiento de haber percibido un cambio, un cambio sustancial, primitivo, común a todos los hombres y mujeres: el arribo de la atracción sexual y amorosa –en el momento en que se hace conciente– como una instancia del crecimiento, atracción que es a un tiempo “miedo y delicia”.

 

CORPUS

·         CORTÁZAR, Julio, 2007. “Bestiario” (originalmente en Bestiario, 1951), “Los venenos” y “Final del juego” (originalmente en Final del juego, primera edición mexicana, 1956), en Cuentos completos/1. Montevideo: Alfaguara.

 

BIBLIOGRAFÍA

·         AVELLANEDA, Andrés, 1983. “Cortázar. Los años de Bestiario” (pp. 93-127), en El habla de la ideología, Buenos Aires: Ed. Sudamericana.

·         BARTHES, Roland, 2004. “El efecto de lo real” (pp. 91-101), en AA.VV., Realismo ¿Mito, doctrina o tendencia histórica?, Buenos Aires: Ed. Quadrata.

·         CAMPRA, Rosalba, 1996. “Fantasma, ¿estás?” (pp. 213-223), en Lo lúdico y lo fantástico en la obra de Cortázar: Coloquio Internacional, Vol. I.

·         CORTÁZAR, Julio, 2004. “Algunos aspectos del cuento” (1962-1963), en Obra crítica/ 2, Buenos Aires: Sumas de Letras Argentina.

·         -----------------------, 1996. “Del cuento breve y sus alrededores” (pp. 59-82), en Último round (1969), México: Siglo XXI.

·         -----------------------, 1996. “Del sentimiento de lo fantástico”, en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Tomo I, México: Siglo XXI.

·         FREUD, Sigmund, 1997. Lo siniestro, Buenos Aires: Ed. JVE-PSIQUÉ.

·         GONZÁLEZ BERMEJO, Ernesto, 1986. Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar, Buenos Aires: Ed. Contrapunto.

·         JACKSON, Rosemary, 1986. Fantasy: literatura y subversión, Buenos Aires: Ed. Catálogos.

·         JITRIK, Noé, 1968. “Notas sobre la ‘zona sagrada’ y el mundo de los ‘otros’ en Bestiario de Julio Cortázar” (pp. 13-30), en AA.VV., La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, Buenos Aires: Carlos Pérez Editor.

·         ROSA, Nicolás, 2004. “Cortázar: los modos de la ficción” (pp. 201-222), en AA.VV., Ficciones argentinas. Antología de lecturas críticas, Buenos Aires: Ed. Norma.



[1] Esta anécdota es mencionada por el propio autor en “Del cuento breve y sus alrededores” [Cortázar, 1996].

[2] Esta imbricación de voces no es absoluta, y hay pasajes donde el narrador toma distancia de la protagonista: “Isabel se preguntó una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear. Le faltó edad para comprender que no era por ella sino por Nino”. En Julio Cortázar, “Bestiario” (pp. 165-176), en Bestiario (1951), en Cuentos completos/1. Montevideo: Alfaguara, 2007, p. 168. A partir de aquí, las citas de “Bestiario” se consignarán de la siguiente manera: “B: núm. de pág.”

[3] La preferencia por lo lúdico no se da sólo en el aspecto nominal, sino que también Cortázar lo ha llevado a cabo como propuesta para leer un libro, tal es el caso de su novela Rayuela. En un intento por definir lo lúdico, el escritor argentino ha dicho que no hay que verlo “como una visión trivial, infantil (en el sentido que le dan los adultos a la palabra infantil), sino como actividad profundamente seria, el juego como que tiene su importancia en sí (…).” [González Bermejo, 1986: 56]

[4] Julio Cortázar, “Final del juego” (pp. 397-405), en Final del juego (1956), en Cuentos completos/1. Montevideo: Alfaguara, 2007, p. 401. A partir de aquí, las citas de “Final del juego” se consignarán de la siguiente manera: “FJ: núm. de pág.”

[4] En la conferencia dictada en Cuba en 1962

[5] Julio Cortázar, “Los venenos” (pp. 302-312), en Final del juego (1956), en Cuentos completos/1. Montevideo: Alfaguara, 2007, p. 308. A partir de aquí, las citas de “Los venenos” se consignarán de la siguiente manera: “V: núm. de pág.”

[6] La presencia de las hormigas también tiene un lugar relevante en “Bestiario”, pero allí, a diferencia de “Los venenos”, no se trata de buscar la forma de exterminarlas, sino de encerrarlas en un formicario, donde el espacio cerrado reproduce el espacio de la casa, pero es más seguro, ya que allí las hormigas pueden ir y venir “sin miedo a ningún tigre”.

[7] En la conferencia dictada en Cuba en 1962 (“Algunos aspectos del cuento”), Cortázar sostiene que el cuento tiene que capturar al lector, y que la única forma en que puede conseguirse ese “secuestro momentáneo” es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión. Por intensidad entiende la eliminación de todas las situaciones intermedias. La tensión, por otro lado, se logra en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado.