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Los Adioses como semiótica de los cuerpos

7/27/2012 Onetti

Los Adioses como semiótica de los cuerpos. La comunicación en Los adioses es silenciosa, el cuerpo es el que dice mientras que el habla, el lenguaje, se ubica en el plano de la anécdota, de la historia contingente que carece de importancia.

Por:   Mathov Tamara
 

 

La comunicación en Los adioses es silenciosa, el cuerpo es el que dice mientras que el habla, el lenguaje, se ubica en el plano de la anécdota, de la historia contingente que carece de importancia. El hombre que llega al pueblo de las sierras no se le revela al lector a través de sus pensamientos ni de sus sensaciones sino a partir de representaciones corporales, gestos,  posturas, vestimenta y desnudez. El narrador pretende, a partir de una semiótica del cuerpo, de una observación minuciosa, detenida y fragmentaria comprobar su hipótesis inicial: “que no iba a curarse, que no conocía nada de dónde sacar voluntad para curarse”[1]. Todo el relato será la postergación de este final anunciado, y esta postergación se teje a partir de cuerpos que hablan, de un narrador que intenta todo el tiempo y entre tanto cuerpo encontrar una suerte de esencia o verdad última pero que miente, desde un tiempo pasado narra los hechos con la seguridad total de quien está bien encaminado y no defraudará pero defrauda, y hasta, en ocasiones, se ríe un poco del lector, vaticina el desenlace y reflexiona: “Nunca supe si llegué a tenerle cariño; a veces, jugando, me dejaba atraer por el pensamiento de que nunca me sería posible entenderlo”.[2]

 

El lenguaje de los cuerpos

 

En Los Adioses la palabra es chismosa, anecdótica, casi nunca comunicativa; los que se cargan de significado son los cuerpos y las gestualidades. Cerca del final el narrador relata el episodio de las cartas no entregadas, cuando las lee, primero se horroriza por la aparente relación padre-hija pero en seguida vuelve a sentirse igual que antes, lo que dice la carta, la puesta en palabras y su significado, no modifica en absoluto el lenguaje de los cuerpos: “era una mujer, en todo caso; otra[3]. Al mismo tiempo, en los momentos más íntimos, cuando los personajes parecen conectarse entre sí, el vínculo se presenta extralingüístico, en palabras del narrador: “acarició al niño, sonriéndole, removiendo los labios con sonidos que no trataban de formar palabras, como si estuviera a solas con él”; “Pidieron café y coñac, pidió ella, la muchacha, sin apartar los ojos de él. Susurraban frases pero no estaban conversando”[4], “no hacían más que murmurar frases, y esto sólo al principio; pero no conversaban: cada uno nombraba una cosa, un momento, construía un terceto de palabras. Alternativamente, respetando los turnos, iban diciendo algo, sin esforzarse, descubriéndolo en la cara del otro, deslumbrados y sin parpadear”[5]; “El final de la tarde está perdido; es probable que él haya intentado poseer a la mujer, pensando que le sería posible trasmitirle los júbilos que rescatara con la lujuria”, la unión de los cuerpos es la búsqueda desesperada por trasmitir lo intrasmisible, si el lenguaje nunca alcanzó el cuerpo ahora tampoco alcanza porque se degrada, se deshace y se pierde. El hombre se reconoce enfermo cuando se observa en el espejo, se denuda para “reconocerse [...] con la memoria insistente de lo que había sido su cuerpo, desconfiando de que los fémures pudieran sostenerlo y del sexo que colgaba entre los huesos. No solamente flaco en el espejo, sino enflaqueciendo”[6], el cuerpo evidencia mejor que cualquier diagnóstico médico su destino.

El recuerdo del pasado se traslada al plano de la superficialidad, sin alejarse nunca de esta semiótica corporal, los movimientos y los gestos muestran que los hechos son historias y las historias lenguaje, que existe una esencia última que está más allá de la sistematización necesaria que existe solo para hacerla comprensible y, así, comunicable:

“con los ojos bajos, generando con su sonrisa el apetito suficiente para seguir viviendo, para contar a cualquiera, con un parpadeo, con un movimiento de la cabeza, que esta desgracia no importaba, que las desgracias sólo servían para marcar fechas, para separar y hacer inteligibles los principios y los finales de las numerosas vidas que atravesamos y existimos”[7]

 

Los verdaderos vínculos, hasta los más breves, son silenciosos, y si hay sonido este no es sintagmático sino que cobra valor en su propia existencia física como vibración sonora: “entonces sí llegaba a sonreír de verdad y con esta sonrisa y con la voz de agradecimiento sólo buscaba tranquilizarme, decir que yo no era responsable de lo que dijeran las cartas”[8], no dice “gracias”, la voz es de agradecimiento, un sonido que trasmite siendo sólo lo que es.

Del mismo modo, cuando el hombre narra el partido de básquet el sentido no está en lo que cuenta sino un paso antes, en el gesto de haber elegido eso para contar:

Tal vez no haya estado eligiendo un recuerdo sino una culpa, vergonzosa, pública, soportable, un daño del que se reconocía responsable, que a nadie lastimaba ahora y que él podía revivir, atribuirse, exagerar hasta convertirlo en catástrofe, hasta hacerlo capaz de cubrir todo otro  remordimiento[9]

 

los recuerdos son anécdotas, lo que el almacenero busca en los cuerpos no es una verdad narrativa sino una verdad esencial, la comunicación no está en las palabras que se pronuncian sino en el gesto al que remiten, en los movimientos, en los ojos, en la boca, lee entre líneas en un pueblo sin nombre donde los personajes casi ni hablan y si hablan no dicen nada importante.

Como introduje antes, el relato comienza con un diagnóstico motivado a partir de unas manos amputadas que se mueven sin fe,[10] el cuerpo pasa a ocupar el lugar del rostro, algunas veces para remplazarlo, otras para adquirir el mismo valor gestual, como propone Giorgio Agamben “el rostro es por excelencia el lugar de la expresión [...] el cuerpo humano está singularmente privado de rasgos expresivos”.[11] No es hasta el último encuentro que el hombre y el almacenero tienen en el almacén, cuando el primero le pide las viandas diarias, que el almacenero se detiene en su rostro luego de un recorrido casi cinematográfico: a partir de una serie de planos detalles muestra primero “la punta de los dedos para mantenerse recto”[12], enseguida “el sobretodo negro, oloroso, anacrónico”[13]; “los huesos velludos de sus muñecas”[14] y finalmente la cabeza, es en este punto cuando la cámara se aleja y ya no es plano detalle sino un primerísimo primer plano que se desenfoca porque lo que muestra es demasiado poca cosa como para “hacerse una cara”[15], por lo tanto (y al hacerlo el narrador, una vez más, pone en evidencia su propia creación), él le agrega  “una frente ensanchada y amarilla, ojeras, líneas azueles a los lados de la nariz, cejas unidas, retintas”. La expresión que debe estar en el rostro se trasladó al cuerpo, a la breve imagen de los dedos que sostienen un hombre moribundo, y lo único que queda de rostro son la sonrisa dura y la mirada brillante. Es en esta misma escena cuando el hombre usa, por primera vez, las palabras para comunicar y el almacenero narra su sorpresa: “Es la primera vez que habla –pensé al entrar en el almacén-; todo lo anterior fueron monosílabos, gruñidos, gestos, una sola palabra. Está borracho, pero no de alcohol, y necesita seguir hablando, como si se despeñara y quisiera terminar cuanto antes”[16], sin embargo el pedido es puramente práctico y el narrador sigue intentando descifrar eso que el cuerpo le dice.

En este relato la sonrisa es la gestualidad por excelencia y los ojos la confirmación de la expresión, es en estos elementos en los que el rostro existe y se sostiene, el almacenero lee los gestos pero busca los ojos “yo insistía en examinarle los ojos”[17], “una mano variable que no correspondía a ninguna cara, a ningún par de ojos que insinuara hacerse cargo (las itálicas son mías)”[18] puesto que es allí se oculta la verdad que insinúan los cuerpos.

 

Entre la persona y la cosa viviente

 

Para hacer hablar al cuerpo el narrador recurre diferentes procedimientos formales, la metonimia como recorte, fragmentación de los cuerpos, y la hipálage que cruza y adjetiva los fragmentos como si fueran el todo. Si se percibe la pesadez de las emociones esto no se debe a una descripción sensible ni a una expresión verbal, los fragmentos corporales se acompañan de adjetivos que corresponden a otro campo, el ser viviente como pura biología resulta enteramente atravesado por humanidad (las itálicas son mías): las manos se intimidan[19], los dedos hacen de billetes una pelota[20], las orejas son torpes[21], las redondeces breves y melancólicas.[22] Si el hombre se constituye como persona sólo a través del reconocimiento de los otros,[23] el almacenero le otorga categoría de “persona” (“persona significa en el origen “máscara”, y es a través de la máscara que el individuo adquiere un rol y una identidad social”[24]) a eso que Gabriel Giorgi llama “cosa viviente”[25], le crea una máscara a partir de lo que cuenta el cuerpo y lo constituye como sujeto. Se produce un encuentro con la biología, con la pura supervivencia y “el mínimo vital”.[26] Cuando el almacenero dibuja en su mente el rostro de la joven que, asegura, siquiera necesita ver, concluye: “la sonrisa que sólo se formaba para expresar la placidez orgánica de estar viva”[27], así como el lenguaje y la historia (el pasado) se convierten en anécdota contingente, el cuerpo se recupera, en el pueblo fantasma donde los cuerpos son frágiles su importancia se resalta y adquieren fuerza vital.  Sin embargo, este hombre lucha por no perder esos signos de historia que le quedan, esa persona que fue y que el narrador reformulo, se niega a reducirse a la pura biología que le degrada el cuerpo y se viste de traje, narra situaciones del pasado para recordar lo que fue, viaja a la ciudad para dejar las cartas por su “obsesionada voluntad de no admitir, por fidelidad al juego candoroso de no estar aquí sino allá, el juego cuyas reglas establecen que los efectos son infinitamente más importantes que las causas y que estas pueden ser sustituidas, perfeccionadas, olvidadas”[28], las causas son intercambiables y olvidables, lo que queda es el efecto, la marca, el cambio sustancial que acaba por evidenciarse en el cuerpo y en la mirada.

Si, como desarrollé, el hombre en cuanto a ser social actúa para un otro que lo reconocerá y le permitirá constituirse, este hombre, sin embargo, sigue siendo anónimo, sigue sin tener “esa primitiva individualidad que dan un nombre y un apellido”,[29] la construcción que el narrador hace de él (sabemos por el intercambio de cartas que él sí conoce su nombre) lo humaniza sin individualizarlo, ese hombre podría ser todos los hombres, todo los tuberculosos del pueblo o ser el mismo narrador, quien, sin nunca constituirse él mismo como sujeto, es el dueño de la voz y no hay nadie quien pueda reconocerlo. Roberto Ferro propone:

El sufrimiento del narrador comienza con un sacrificio, prefiere privilegiar su posición de narrador a la de personaje, pero sacrifica su propia historia, se constituye como narrador a expensas de su posibilidad de ser personaje, de este modo no tiene otra existencia que no sea narrar la existencia de los otros, cuyas historias va tramando en su voz[30]

 

el narrador cuenta la historia, lleva la voz, y en este acto de narrar sacrifica su corporeidad, el basquetbolista es puro cuerpo (“Había vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta manera, su cuerpo[31]”) mientras que el almacenero carece completamente de él. El narrador se ha recuperado de la misma enfermedad que el hombre y toda su energía vital parece depositarse en él, el almacenero no es pero crea y organiza una historia que hace que los demás sean y vive a través de ellos, Georges Bataille explicó: “vivimos por procuración lo que no tenemos energía para vivir nosotros mismos. Lo que nos da la aventura de otro es la oportunidad de, soportándolo sin demasiada angustia, gozar del sentimiento de perder o de estar en peligro”,[32] en otras palabras, el almacenero decidió contar la historia en lugar de vivirla.

En relación tanto con la figura del narrador que cuenta pero no es como con la cuestión de los ojos y su manifestación confirmatoria del gesto, sirve mencionar la clase 11 del seminario 6 en la que Jaques Lacan desarrolla la problemática de los ojos en relación con la mirada y plantea que la segunda se presenta “bajo la forma de una extraña contingencia simbólica de lo que encontramos en el horizonte y como tope”[33], una fuerza omnipresente de la que el sujeto tendrá conciencia pero no podrá ver, y agrega: “El mundo es omnivoyeur, pero no es exhibicionista -no provoca nuestra mirada-”[34] a su vez, el ojo evidencia la carencia de esa mirada omnisciente: “no veo más que desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes”.[35] Como mencioné antes, en esta obra que organiza y mide el almacenero, los ojos son fundamentales para la descripción de los personajes, el narrador que decidió no ser sujeto es esa mirada que explica Lacan, construye la historia, lee los cuerpos, une ideas y narra desde atrás del mostrador (palabra que implica el hecho de “mostrar”). Su punto de visión se expande y ya no confluye en la figura del ojo porque a resignado su condición de persona(je):

no necesité mirarla para  ver su cara, para convencerme de que la cara iba a estar, hasta la muerte, en días luminosos y poblados, en noches semejantes a la que atravesábamos, enfrentando la segura, fatua, ilusiva aproximación de los hombres; con la pequeña nariz que mostraba, casi en cualquier posición de la cabeza, sus agujeros sinuosos, inocentes; con el labio inferior demasiado grueso, con los ojos chatos, sin convexidad, como simples dibujos de ojos hechos con un lápiz pardo en un papel pardo de color más suave[36]

 

Si no tiene que mirar a la joven para ver es porque sacrificó el centro para convertirse en narrador, en camarógrafo y en organizador, se resigna a sí mismo para continuarse en otros, voyerista, con mirada omnipresente, el almacenero establece una relación erótica, unilateral, con la construcción que él mismo hace del hombre a partir de una serie de informantes (el enfermero, La Reina, la vieja de la sierra que ve al hombre a través de la ventana[37]) y de su observación metonímica. Es a partir del plano detalle que el narrador intenta desnudar lo que Sartre llama “el cuerpo en situación”[38] para acceder a la carne que contendrá las razones de esa verdad última que en realidad no existe, el gesto no ensayado que le dice que ese hombre no va a salvarse. El narrador, el que teje el relato, pretende ubicarse en ese lapsus que se genera entre la existencia superviviente y la persona social enmascarada, en su acto de narrar hay un doble movimiento: desde su espacio de visibilidad total le impone una máscara al cuerpo e intenta demostrar una verdad subyacente que descifró en las primeras líneas.

 

 

 

 

 

Detrás de todo, nada

 

El almacenero se autositúa en una zona de poder: dice saber, lo afirma desde un comienzo, no hay un “no saber” que se pretenda conquistar, al contrario, hay un saber que se pretende demostrar. Desde su espacio de observación, con su mirada todopoderosa que excede al propio ojo (porque él afirma no necesitarlos para poder ver, porque tanto él como los informantes tienen acceso incluso a los momentos más íntimos), el almacenero cree en una comprensión trascendental insinuada por su lectura de los cuerpos. Al final, con el suicidio inesperado, el área de conocimiento se pierde, todo el relato del saber se había fundado sobre un no saber que lo niega y, como ya planteó la crítica, lo que queda es sólo relato. El almacenero quiso buscar en los cuerpos, en la gestualidad, la verdad última, la esencia del hombre a quién ya había sentenciado. Está tan seguro de verlo como está tan seguro de saber; pero los cuerpos lo decepcionan. La comunicación, primero anulada del plano lingüístico, ahora se anula por completo y la oposición saber-no saber ya no funciona porque, finalmente, debajo de todas esas capas parece no haber nada más. Como sugirió Agamben, “Quizás tampoco existe una zona de no conocimiento, existen sólo sus gestos”[39], el narrador, consciente de este desenlace por el hecho de narrar en pasado, es decir, por ya conocer el final decepcionante de la historia que promete, elige decepcionar: todo él se vuelve puro gesto narrativo, la historia pierde su anclaje de sentido y se sostiene por sí misma como tal; al igual que los cuerpos, el tejido textual se despoja de toda esencia y por debajo no queda nada.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Onetti, J.C. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010. pp.51-126

Agamben, Giorgio. Desnudez. Buenos aires. Adriana Hidalgo. 2011

Giorgi, Gabriel, Lugares comunes: “Vida desnuda y ficción”

Georges Bataille. El erotismo. Buenos Aires. Tusquets Editores. 2010

Lacan, Jacques. “Los Seminarios de Jacques Lacan” Seminario11, Clase 6. La esquizia del ojo y de la mirada. 19 de Febrero de 1964

Ferro, Roberto. “Los adioses – la infidelidad narrativa” en Onetti/La fundación imaginada. Buenos Aires. Corregidor. 2011

Verani, Hugo. Onetti: el ritual de la impostura. Caracas. Monte Ávila. 1981

Molloy, Sylvia. “El relato como mercancía: Los Adioses de Juan Carlos Onetti. En: Hispamérica, n◦23-24. 1979. pp.5-8.

 



[1] J.C. Onetti. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010.p.51

[2] Ibídem.p.59

[3].Ibídem. p.122

[4] Ibídem. p.87

[5] Ibídem. p.88

[6] Ibídem. p117

[7] Ibídem. P.97

[8] Ibídem. p.68

[9] Ibídem. p.109

[10] Ibídem. p.51

[11] Giorgio Agamben. Desnudez. Buenos aires. Adriana Hidalgo. 2011.p.128

[12] J.C. Onetti. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010.p.115

[13] Ibídem

[14] Ibídem

[15] Ibídem

[16] Ibídem. p.115

[17] Ibídem. p.60

[18] Ibídem. p.55

[19] Ibídem.p.51

[20] Ibídem.p.51

[21] Ibídem.p.56

[22] Ibídem.p.75

[23]Giorgio Agamben. Desnudez. Buenos aires. Adriana Hidalgo. 2011.p. 67

[24] Ibídem

[25] Giorgi, Gabriel, Lugares comunes: “Vida desnuda y ficción”. p.8

[26] Ibídem

[27] J.C. Onetti. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010. p.82

[28] Ibídem.p.55

[29] Hugo Verani. Onetti: el ritual de la impostura. Caracas. Monte Ávila. 1981. p141

[30]Roberto Ferro. “Los adioses – la infidelidad narrativa” en Onetti/La fundación imaginada. Buenos Aires. Corregidor. 2011.p.281

[31] J.C. Onetti. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010. p.66

[32] Georges Bataille. El erotismo. Buenos Aires. Tusquets Editores. 2010

[33] Jacques Lacan. “Los Seminarios de Jacques Lacan” Seminario11, Clase 6. La esquizia del ojo y de la mirada. 19 de Febrero de 1964 p.5

[34] Ibídem

[35] Ibídem. p.4

[36] J.C. Onetti. “Los Adioses” en El pozo/Los adioses. Buenos Aires. Punto de lectura. 2010. p.82

[37] Ibídem. p.117

[38] Giorgio Agamben. Desnudez. Buenos aires. Adriana Hidalgo. 2011.p.107

[39] Giorgio Agamben. Desnudez. Buenos aires. Adriana Hidalgo. 2011.p.169