METALITERATURA

Beca Creación 2021. Fondo Nacional de las Artes 2021.



SYLVIA MOLLOY

7/20/2022 Interesante
Por:   Maria Claudia Otsubo
 

SYLVIA MOLLOY

Un recorrido por sus novelas

 

 

En breve cárcel

¿Cómo acatar las prohibiciones del recuerdo cuando está ante sus manos y dentro de un cuerpo que le devuelve, como un manuscrito desmañado, corregido y lleno de tachaduras, lo que en él ha inscrito?

 

 

El vuelo de la pluma[1] de Tununa Mercado me conduce a Sylvia Molloy. En estos tiempos de coincidencias (o quizás la vida es un continuo azar), recuerdo haber tenido, hace algunos meses, entre manos un texto de Molloy: su escritura para el Prólogo las Obras Completas de Lange, editado por Viterbo. Entonces escribí[2]:

Empatizo con ella de inmediato, con su escritura como en el análisis, al descubrir que coincide –y por lo tanto entiendo que fue acertada aquella intuición frente al mar de Imbassaí– de la importancia de la mirada para Norah Lange.

 

El capítulo que Tununa le dedica en su reciente libro tiene un título bellísimo: “Una mujer que escribe”, fue publicado en la revista fem, en 1985 para reseñar En breve cárcel (1981)[3], el primer libro publicado de Molloy.

Intento no dejarme seducir por el texto de Tununa para armar mi recorrido a partir de la propia lectura.

Enfrentar a medida que voy leyendo la página en blanco y así ir recogiendo con mi línea lo que me va trayendo la marea de Molloy.

La novela lleva dos acápites: un poema de Quevedo, que en su primer verso dice: “En breve cárcel traigo aprisionado” y otro de Virginia Woolf en el que la mirada, los ojos, sobre todo los ojos de los otros, así como sus pensamientos “son nuestras jaulas”.

Al escribir el título del libro, cometo varias veces el acto fallido de insertar una coma, entre breve y cárcel (cuestión en la que también se detiene Tununa en su reseña, para señalar el encarcelamiento, “¿la condena de la eterna escritura?”, se pregunta).

En el inicio de la historia la narradora señala que la que escribe lo hace porque “quiere fijar la historia para vengarse”.

El espacio donde se va ir produciendo el acto de la escritura es un cuarto “pequeño y oscuro”. Es el mismo cuarto que ha sido testigo de la historia de amor de la protagonista con dos mujeres: Vera y Renata.

Sin mayores detalles, visualizo una mesa “absurdamente chica” junto a una ventana y el dormitorio. Los recuerdos van llegando a ambos sitios, indistintamente: “Escribo sobre mí porque soy la persona más interesante que conozco” (p. 20) apunta al mismo tiempo reconociendo que esa afirmación le resulta falsa, aunque más adelante: “Sabe otra cosa: que no escribe para conocerse, que no escribe para permanecer, que no escribe para hacerse daño”. (p. 24)

La historia, aún así, es sobre ella misma, sus vínculos amorosos, pero también sobre los recuerdos que retuvo la memoria, los de la infancia, de una madre desdibujada, casi ausente; de la hermana:

El cuerpo muy rubio de su hermana sería algo parecido al suyo pero ella, hasta entonces, no se había mirado nunca desnuda en un espejo, sólo disfrazada. Recuerda el sexo pequeñísimo que tenía enfrente, quizás lo imagine, cuando lo encuentra hoy en un cuerpo infantil que la conmueve. (p. 30).

 

Hay todo un trabajo sobre el cuerpo del otro, a partir de ese primer cuerpo de su hermana. Un cuerpo que recuerda herido, violentado “cuerpo atontado, despojado de sensación, y que sin embargo no olvida sus violencias”. (p. 32)

El padre es una imagen atrapada en una franela azul y gris, donde la caricia se detiene imaginada sobre “su nuca”. A esa figura se suma la compañía de una tía que parece cuidarla mejor que nadie. Ambos morirán juntos en un accidente enfrentándola a la violencia definitiva de la muerte:

¿Qué es estar herida, qué es morir? Empezar a morir, empezar a perder el aire que se respira, pedirle al cuerpo que respire hondo una vez, solo una vez más; en esa estrechez, en la intuición de un lugar que comienza a deshabitarse, empieza a conocer de veras el dolor. (p.35).

 

Violencia, cuerpo violentado, la mirada que violenta, herir y ser herida pasa a convertirse en el eje del relato; así como la memoria, ejes de la historia, memoria que más adelante veré será tan decisiva en la escritura de Molloy.

 

 

Una primera pausa para convocar a Chabela Vargas para seguir escribiendo. Chabela también presente en el libro de Tununa, conversación que tuvo con la artista y que en la edición publicada de El vuelo de la pluma llega a continuación de la reseña de Molloy. Escucho toda la playlist de Vargas, aunque me he detenido en “Se me hizo fácil”, letra que me vincula tanto al texto que he estado leyendo.

Señalaba antes sobre uno de los temas sobre los que escribe Molloy: la memoria. La memoria que intenta retener, por ejemplo, del registro de la voz, dando cuenta de que ha sido reemplazada por el silencio que aporta el olvido; voz ausente, como la de Derridá para Cixious, evoco la voz de Macedonio para Piglia, pienso también en la instancia, que nos permite hoy la tecnología, de retener los mensajes queridos para repetirlos una y otra vez cuando nos los pide o toma coraje el corazón.

La memoria que se intenta retener en las palabras. Las palabras son primero el refugio y luego el espacio de transformación “como una muerte buena” (p.44), “… la palabra escrita en el margen ni arma ni estimula el deseo, en cambio horada el pasado, descomponiéndolo” (p.46).

La memoria para recuperar al padre, añorado, retenido en la imagen de una puerta entreabierta de un dormitorio al que nunca se le permitió entrar.

Una nueva pausa en lectura me ha hecho levantar la cabeza, en el deseo que devela la narradora:

Hoy querría estar sola en el mar; cómoda en el agua, dejándose ir, sin que nadie la llame desde la costa, sin salvatajes espectaculares. Simplemente con el agua, con el mar violento que añora porque lo necesita cada vez más. (p. 65).

 

La segunda parte de la novela (se divide en dos) encuentra a la protagonista aún más vuelta sobre sí misma, invadida por los recuerdos de sus amantes y los sueños en los que experimenta la recurrente violencia “Ella está con alguien, abrazada a alguien que la acompaña y que quiere defenderla, pero la imagen de la mujer con la navaja es más fuerte” (p. 89).

Unas páginas antes, había escrito sobre esa imposibilidad de “deslindar lo que busca cuando escribe de lo que busca cuando sueña…”. (p. 71).

Esa imposibilidad registrada en la escritura, la “violencia” que le genera a la protagonista el gesto de la palabra. Una mujer que por un instante se mimetiza en una gata que debe refugiarse “en un estante de la biblioteca” cuando se anuncia la llegada de Vera, su primera amante.

La violencia repetida una y otra vez. Por eso tal vez traje a esta crónica a la Vargas, porque no se puede cantar con ese sentimiento sin violentar, sin provocar una fisura, sin quebrar el todo, para dejar luego “un cuerpo agotado” (p. 102), pero vivo.

 

Querría una solución bárbara (la violencia sería cifra de su eficacia), como aquellos fomentos húmedos de su infancia, calentados con una plancha hirviendo, que ella misma debía sostener… (p. 106)

 

¿Cómo sacara fuera una violencia para escribirla? (p.112)

 

La violencia que respira y no logra proyectar fuera de ella (p.116)

 

Ahora sí sabe que no hay violencia impune. (p. 116)

 

Cada vez que lo hace ⸻o que lo hacía⸻ ella reacciona, avara y desvelada, le promete una violencia futura. (p.117)

 

… quería hacer algo más que vengarse o que lastimarla, algo que las violentara a las dos. (p. 127):

 

Son solo algunas de las citas que rescato a lo largo de todo el texto.

La casa habitada es la cárcel, vive en ella como “un prisionero que mentalmente lima los barrotes de su celda” (p.125); quizás entonces debo regresar a Tununa, que lo expresa mejor:

Escritura de cárcel es necesariamente escritura de espera y, en la espera, la evocación se instaura y los puentes con la infancia son ineludibles (El vuelo… p.127)

 

Sin embargo, “Las infancias ⸻como ya se ha dicho⸻ son todas un infiero…” (p. 144), escribe la protagonista, que se “ha escrito a lo largo de este relato, sin nombrarse” (p- 150) ¿Diana o tiene otro nombre? ¿Es ella, como la diosa, única, intocable, cazadora, sentada en el regazo de su padre? (Diana me recuerda mucho a Bioy, es inevitable).

Extraigo de la escritura de esta novela mi escritura “Caer y que con ella se derrumbe este cuarto con todo lo que encierra” (p.134). No hay una fórmula, no hay un cierre, no existe la ilusión que para eso basta con abrir una puerta, aunque ésta la lleve a una particular soledad. Como el escribir “se escribirá una y otra vez, sin punto fijo, sin personaje fijo, sin saber adónde va”.

 

 

 

 

 

 

 

El común olvido[4]

La memoria es un don decisivo, a menudo infernal

 

Paso a la siguiente novela de Molloy, publicada en 2002, gracias a la facilidad de leerla en modo digital. Atravieso ese límite, esa “puerta” que de algún modo abrió Molloy en el final de la novela anterior, en el conjuro que he establecido previamente con Tununa.

En el lapso entre una y otra, Molloy ha publicado, antes y después, varios ensayos en español y en inglés desde los Estados Unidos donde reside hace más de treinta años.

Mi primera anotación al margen de la novela señala “excelente primer capítulo”. Ya he referido en otras crónicas de la importancia, casi vital, de un buen inicio.

El protagonista del texto es un hombre que reside en Estados Unidos y está llegando a su país, la Argentina, y a su ciudad natal, Buenos Aires:

No puedo explicar la desazón que me causa volver a Buenos Aires, esa sensación de estar abriendo puertas que dan siempre a cuartos vacíos, de leer páginas que están siempre en blanco, se asir recuerdos que se me ahuecan en cuanto procuro darles sentido (p.13)

 

Una visita que realiza con “ojos conmemorativos” si busco la cita que prologa el libro, de Dante Gabriel Rosetti, poeta inglés del s.19.

Aventuro que en esa palabra “conmemorar” está la cifra de esta extensa novela.

¿Qué es conmemorar? Según el DRAE, es “recordar solemnemente algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”. La otra cita es de Pichon Rivière: “Dónde no hay tumbas escribo epitafios”, ¿es de algún modo una escritura en vacío?

Hago un recorrido por mis notas.

Acompaño la llegada del protagonista, un hombre con doble nacionalidad (la argentina y la norteamericana) que en este viaje observa que si “no fuera por esos pequeños deslices creo que nadie se daría que soy de aquí” (p. 28), voy sabiendo de su historia, que se narra de modo atrapante, incluso con mucho humor, mientras el hombre se va reencontrando con las pistas que ha logrado reunir sobre su madre; en especial sobre ella, y su padre, de origen inglés, y al que dejó de ver cuando era muy pequeño. Lo que sabe de él es muy pobre. Hijo único, distanciado de sus orígenes cuando su madre emigra a los Estados Unidos, se separa totalmente de la figura paterna.

El hombre es quien conmemora, y a la ceremonia van llegando quienes, como ocurre en esos eventos, han sido cercanos, afines, amantes, o enemigos del difunto. En este caso de dos: madre y padre. Y al bucear sobre ellos, quien oficia, que resulta ser la continuación de su sangre, va reescribiendo su propia existencia. La presente lo encuadra viviendo con su pareja, un venezolano que es muy importante en su vida con el que mantiene un vínculo afectivo sólido (aunque la relación se quebrará durante la extensa permanencia en la Argentina) y desarrollando sus profesiones: bibliotecario y traductor…

 

Los puntos se extenderán hasta el infinito.

Acaban de avisarme que ha muerto Silvia Molloy, a los 83 años.

 

 

Día 2

Tuve una pesadilla, creo sobre el borde del amanecer. Quién puede determinar cuándo y qué importa este detalle me pregunto, quizás la precisión del sueño aventura esta suposición. En mi sueño perdía, extraviaba en unas calles que me resultaban extrañas y laberínticas, las que por algún motivo ubicaba en algún lugar del Brasil, aunque nada me llevaba a esa conjetura. En ese entramado yo perdía a mis nietos, no los identificaba ni sabía que se trataba de ellos, pero sabía que eran ellos y me desesperaba en su búsqueda.

Aún en el dolor y la angustia que me iba provocando la experiencia, no lograba despertar.

Por supuesto, lo primero que pensé fue en los puntos suspensivos de ayer a la tardecita.

Las pérdidas.

Estoy escribiendo sobre eso, luego de haber transitado, casi como una continuidad El común olvido, la novela siguiente de Molloy, Varia imaginación (2003) y luego, casi de una sentada, Desarticulaciones[5], publicada en 2010.

Estoy escribiendo sobre sus insistencias que, sin duda, me interpelan: la memoria, la pérdida, el desarraigo…

Admiro que sus novelas se despliegan con tanta inteligencia como maestría.

Es imposible leerlas sin reparar en la intertextualidad, que aflora de modo tan natural como lo es para quien lectura-escritura-lectura es un permanente continuo.

Seguir la narrativa de Molloy es aprender, reflexionar, comprender.

A eso se suma que cada nuevo texto es una sorpresa diferente al anterior.

Luego de esa puerta entreabierta, melancólica e intimista, “enclaustrada” de la protagonista de En breve cárcel, ingresé al derrotero abierto, incesante, del personaje de El común olvido, a quien pongo en buscador del archivo para rescatar su nombre, sugerido en varias oportunidades, pero que no logré retener, quizás porque es un nombre trazado “sobre el vidrio empañado” (CO: p.42).

Sin embargo, pronto detengo la búsqueda porque creo que no tiene importancia ahora, en este momento, ya llegará el dato cuando él quiera; acorde quizás con que la novela señala un genérico, que se impone, pero que no determina la lectura, como tampoco lo fue en la novela anterior.

Sin embargo, esa misma búsqueda del hombre tras el “nombre” sí es vital para él como lo es siempre el nombrarse en la construcción de la identidad; así en algún momento, él dice: “Somos una familia a punto de ser borrada, me digo” (p. 56).

(Sin renegar de lo que he escrito, recuerdo ahora que se llama Daniel).

Mis notas señalan algunas detenciones en esos intertextos que he mencionado; por ejemplo en Benjamin: “Una en especial me llamó la atención: contra un fondo de librería de viejo una mano, creo que furtiva, deslizando las Iluminaciones de Benjamin dentro de un bolsillo” (p.31) o en el ¿Informe sobre ciegos? en: “Crucé la plaza, pasé frente a la iglesia redonda y vi en la penumbra del atrio a un mendigo que tocaba el violín: me pareció raro a esas horas, me acerqué a dejarle algo en el estuche abierto, junto al cual dormía un perro, y me di cuenta de que era ciego”. La recurrencia a Proust y la nota de Beckett “… porque Beckett habla mucho de la memoria de Proust, de la mala memoria de Proust, la única que permite de veras el recuerdo”. Como también es una recurrencia Nabokov, en este caso con Pale fire. O poder volver a pensar en mi querido Bioy cuando se detalla “una cama a medio hacer, infinitamente repetida en las hondísimas perspectivas de las tres fases de un espejo veneciano cuyo marco tiene pimpollos de rosa rojos y hojas verdes”, una cama a medio hacer que también es determinante en la escritura de la novela primera, la que la protagonista observa a través de la puerta entreabierta, así como Daniel observa la del cuarto de su madre. (La cama me conduce a Canon de alcoba). También me detuve en la mención a la película que refiere al cine negro Que Dios se lo pague o Que el cielo la juzgue; y reparé en las referencias por algunas ciudades por las que se mueve el protagonista, en especial las que corresponden a Buenos Aires.

He marcado estas líneas, casi sobre el final de la novela, que sintetizan mi extenso párrafo anterior de notas. Dice el protagonista:

Me quedo pensando en la extraña circulación de las citas, los préstamos y los plagios, para expresar la imposibilidad de decir el amor…

 

De decir el amor. Reconozco ese gesto (agradezco que Molloy lo haya puesto en palabras), que establezco con el escritor con el que estoy conversando, cuando lo cito, cuando busco entre en el entramado aquello que me ha conmovido o que logra reflejar la significancia del recorrido por su lectura.

Intentando saber un poco más, encuentro una breve reseña que aporta algunos datos que al leer comprendo se me han escapado:

La trama se convierte en una verdadera pesquisa, iniciada por el narrador, para conocer mejor a su familia, de la cual ha estado desconectado por años, y al mismo tiempo a varios personajes del grupo de escritores que se centraban alrededor de la revista SUR, y que su madre había conocido bien. El personaje de Samuel Valverde, basado en José Bianco, que fue director de esa revista durante muchos años, está tratado con gran ternura y empatía, y Jorge es un excelente retrato de Enrique Pezzoni. Charlotte personifica a la célebre fotógrafa Giselle Freund que fuera muy amiga de Victoria Ocampo; los reconocemos en esa mezcla de ficción y realidad tejida por Molloy. Se asemeja esta novela a los buenos cuadros del Renacimiento, donde las figuras principales están magníficamente representadas, junto con el paisaje que las rodea y los completa. Es ésta una de las características más importantes de la novela, porque le proporciona al texto una riqueza excepcional, aún más vasta y abarcadora.[6]

 

 

 

Varia imaginación

Reproduzco este desorden costurero en su memoria.

 

Molloy vuelve a sorprenderme al publicar este conjunto de relatos breves en 2003, historias que se organizan en cuatro secciones: Familia, Viajes, Citas y Disrupciones, en un recorrido en el que el eje central es la memoria personal, sin ningún postulado autobiográfico. El acto del recuerdo se vuelca en la escritura convocando fantasmas o secretos, espacios habitados, roces, enfermedades, pérdidas.

Extraigo de una de las tantas reseñas sobre este texto de Molloy, un pensamiento de Judith Butler[7]:

Yo existo, en sentido pleno, para ti y por virtud de ti. Si pierdo las condiciones que me interpelan, si no tengo un 'tú' al cual dirigirme, entonces me he perdido a mí mismo

 

Pienso que se escribe a un tú, a otro, el lector, al que se intenta seducir. El afuera interpela (lo sea o no, el afuera es siempre un texto), tanto como los restos de la memoria provocan a las manos a ejecutar el esfuerzo.

La cita elegida, que introduce la nota a la autora, en el sitio “Cuerpo y territorio”[8], es de la propia Molloy: “El lenguaje es la única forma de que dispongo para ‘ver’ mi existencia. En cierta forma, ya he sido ‘relatado’ por la misma historia que estoy narrando”.

En el texto que acabo de transitar el lenguaje es la herramienta, como podría serlo el arco para escuchar al chelo, el pincel sobre la tela, la arcilla sobre el torno alfarero, el vidrio a temperatura de fusión.

Molloy, como yo, ha elegido las palabras.

Pienso hoy, luego de haber transitado estos relatos, con qué placer debe haber leído, entonces, la obra de Norah Lange. Releo el prólogo, al que ya me he referido al inicio de esta crónica, para descubrirla a ella escribiendo sobre la escritura de otra (como la mía sobre la de ella, en un continuo e infinito trazado de la letra).

 

 …el yo hablando en el vacío, las hilachas de vos donde los interlocutores se desperfilan, la fetichización de voces, manos, fragmentos de cuerpo, permitiendo prever esas partes descorporizadas, esos “pedacitos” de Antes que mueran, de Personas en la sala, o de Los dos retratos.[9]

 

 

 

Desarticulaciones

Para hacer durar una relación que continua pese a la ruina, que subsiste, aunque apenas queden palabras

 

 

El paso ha sido inmediato. Tal vez porque la característica ¿fragmentaria? del texto anterior me provocaba seguir leyendo. Aunque podía y los leía como una continuidad, la brevedad no demanda el mismo ritmo que implica el viaje por una novela.

Por otro lado, este acceso a sus obras, me incitan a continuar.

Estaba leyendo Desarticulaciones (2010) cuando supe de la muerte de Silvia Molloy. Ya había empezado a escribir esta crónica y la había citado unos instantes antes de recibir el llamado, aquella que empezaba con “¿Qué es estar herida, qué es morir? Repetí la cita, casi compulsivamente en cuanta red de comunicación tenía a mi alcance por esa necesidad de testimoniar mi homenaje.

Aún antes de saber de su partida, el texto me había cargado de una intensa melancolía. Me había encontrado con una mujer (que en algún momento se llama a sí misma “Molloy) que intenta retener en unas notas las visitas que le hace a una amiga muy querida, también ex–pareja, que está perdiendo la memoria.

Compartía la intensidad de la narradora, ese intento de unir lo que se va desarticulando ante sus ojos, el desarticularse de ML entre las manos, cada día un poco más. No podía dejar de pensar en T. por más que mi vínculo fuera con ella otro.

Reparo en el uso de las iniciales. Entiendo la intención pudorosa de preservar una identidad (aunque el ensayo que Molloy escribe sobre Borges en 1979, varios años antes está dedicado a quien pudiera ser la destinataria de esos textos) pero también evoqué lo escrito luego de leer el texto de Cixious, Hipersueño, como las iniciales (J.D.) concentran la intimidad amorosa.

Porque estoy ante un texto de amor, escrito con palabras justas, austeras, exentas de todo sentimentalismo o clichés.

(Es lo que intento también hacer al escribir en estos instantes).

En la entrevista que le realiza Página 12[10], Molloy expresa:

En el caso de Desarticulaciones se me impuso el fragmento para captar esos encuentros breves, esas ‘conversaciones’ entre dos personas en las que una recuerda y la otra casi no, pero en las que la comunicación –porque la hay– se da en el puro presente del lenguaje. Además, el fragmento se prestaba particularmente bien para anotar esos destellos en la memoria de quien la está perdiendo, esas irrupciones verbales sin ton ni son que funcionan como pequeñas epifanías de quien, a pesar del deterioro, ‘todavía está’.”

 

Rescato de la misma nota, la referencia, que establece la misma Molloy, entre su texto y el de Tamara Kamenszain, El eco de mi madre, que fueron escritos y publicados, señala, para la misma época. Será imprescindible su lectura.

Hubo además la percepción de un tono en esta escritura que me llevaba a la reciente lectura Hipersueño, que ya he mencionado. Por momentos, la narradora de Molloy se superponía con la de Cixious en el mismo denodado esfuerzo de “articular”, en el final del día, en soledad frente al papel o sobre el teclado, lo poco que se logró retener de los restos, lo poco que quedó entre las manos, para no permitir que también eso se olvide. Como “esos pedacitos de escritura” (los papeles de Derrida) “que me dicen que una vez estuvo” (Desarticulaciones, p. 25).

Para quienes quedamos luego de una partida definitiva o casi de un ser querido, como puede ser la partida de ML para la narradora, el desasosiego es nuestra propia borradura.

Ya no habrá reflejo donde observarnos, no habrá voz que nos interpele, no habrá escucha y los roces serán tan extraños porque siempre serán vividos como nuevos para el otro o se han convertido en un imposible.

Ese desconsuelo es el que atraviesa la narradora de estos fragmentos “porque todo queda en la bruma: en efecto, es como si no hablara con nadie” (p. 45).

Aún sabiendo que hubiera sido muy difícil un encuentro con Molloy, hoy me inunda frente a su ya no existencia este mismo sentimiento.

 

 

 

Vivir entre lenguas

Siempre escribí afuera: a la intemperie

 

 

Llego a su última novela publicada, en 2016.

Silvia Molloy llega a esta escritura habiendo ganado tres premios importantes: la “Beca Guggenheim” en 1986, el “Premio Konex” al Ensayo Literario en 1994 y nuevamente el mismo premio en el 2014.

Instalada definitivamente en los Estados Unidos desde hacía décadas “donde ejerció la docencia y llegó a convertirse en 1974 en la primera mujer en conseguir un puesto titular en la Universidad de Princeton. En 2007 fundó la maestría en escritura creativa español en la New York University, la primera en los Estados Unidos”.[11]

En el 2012 explicitó, tan en consonancia con el inicio de este último texto: “Para simplificar, a veces digo que soy trilingüe, que me crie trilingüe, aunque pensándolo bien la declaración complica más de lo que simplifica”. (p. 7):

 

Me interesan textos que van por lados insólitos, incluso el ir de una lengua a otra. Tengo ese conflicto lingüístico desde un comienzo, ya que escribo en castellano, pero me resuenan frases en otros idiomas.[12]

 

Molloy vuelve a trabajar sobre la memoria, pero para reflexionar ahora sobre su vínculo con el lenguaje, y con lo que el lenguaje soporta o contiene.

De inmediato me traslado a mis conversaciones con mi nieta brasilera, a la que le hablo en español y, a la que intento entenderle en portugués, ambas sumergidas en un pacto secreto de una nueva lengua creada entre las dos cuando nos embarullamos en algún juego.

Molloy, la narradora, internalizó ese conjunto de lenguas.

En principio el inglés (su padre) y el español (la madre) más adelante el francés (por el lado materno) como la lengua que debió recuperar, que habla tanto de ese vínculo materno que en tantos textos suyos aparece como una búsqueda inalcanzable.

“'Perder' una lengua es quedarse deslenguado”, señala justamente en “Pérdida”, relato que como en el libro anterior marcan el ritmo: la brevedad. La evocación no solo permite narrar también, reflexionar sobre sí misma, sobre su ser hoy. Ese ser/estar al que se ha referido tantas veces, sobre todo, siendo una escritora que, de algún modo, se ha visto obligada o no, pero así fue, a ser/estar en otras orillas y en otra lengua.

Escucho a Charles Trenet mientras escribo, tal como lo hacía la narradora junto a su hermana mientras tomaban las clases de francés con Madame Suzanne.

Como en el texto anterior los relatos se disfrutan.

Los escenarios se despliegan tanto como los personajes y las situaciones como si se pudiera asistir a ellos, con el agregado de que los finales siempre son el espacio donde Molloy ajusta el ojo sobre sí expandiendo el alcance de lo que está escribiendo. Como si dijera, y son mis palabras: “Hay más que esto que he sido, de esto que me ha constituido, ese más allá es lo que me interesa dilucidar con ustedes”.

Apago a Trenet, me resulta insoportable, y busco otras canciones francesas, para enseguida citar:

Quiérase o no, siempre se es bilingüe desde una lengua, aquella en la que uno se aposenta primero, siquiera provisoriamente, aquella en la que uno se reconoce. Esto no significa aquella en la que uno se siente más cómodo, ni tampoco la que uno habla mejor, ni menos la que se usa para la escritura. Hay (es necesario encontrar) un punto de apoyo y desde ese punto se establece la relación con la otra lengua como ausencia, más bien como sombra, como objeto de deseo lingüístico. (p. 18).

 

Vivir entre lenguas por momentos hace pie en el ensayo, hay opiniones y citas que responden más a un pensamiento académico; el límite no está definido como tampoco lo estaba cuando Molloy abordaba la autobiografía y la ficción. Y aplaudo esa indefinición que me permite transitar por las clases de francés de la infancia como por la voz crítica sobre el escritor argentino Hudson.

Reflexiono con Molloy. Voy tomando algo de ella y aportando lo mío para reflexionar también sobre la lengua.

La lengua como herramienta de poder y la lengua de “los menos afortunados”.

O sobre la lengua que se elige, cuando se dan esas opciones, una instancia que no logro apresar (que siempre he envidiado, sobre todo porque me fascina la traducción) porque soy monolingüe.

La lengua afectada por cuestiones de clase, por ese extranjerismo que tanto nos ha gustado (y continúa gustando) a los argentinos.

Tantas lenguas denostadas como sucede con el hermoso guaraní o las lenguas que deben olvidarse, como le sucede a Elie Wiesel (según leo en el texto), luego de dejar Auschwitz: “Quería demostrar que había entrado en una nueva época, probarme a mí mismo que estaba vivo, que había sobrevivido. Quería seguir siendo el mismo, pero dentro de otro paisaje” (p. 45).

 

 

 

Cierro esta primera aproximación a Silvia Molloy.

Leo antes algunas notas en los diarios locales. Me molestan mucho los titulares y busco alejarme de algunos encasillamientos. Su pluma, como la pluma de Tununa vuela mucho más alto que esas cuestiones.

Muere lejos de su país, por elección propia o no, no logré determinarlo.

Pero, sí que prefería continuar así, yendo y viniendo, con un pied a terre, por la vida, como su escritura, desplazándose.



[1] Mercado Tununa, El vuelo de la pluma, Miluno editorial, Bs. As.: 2021.

[2] Otsubo, María Claudia, Leer levantando la cabeza, en edición.

[3] Que leeré en versión online suministrada por https://fdocuments.in/document/en-breve-carcel-sylvia-molloy.html?page=1.

[4] Leído en soporte digital proporcionado por el sitio Scribd. Las referencias corresponden a esta edición

[5] Todos los libros leídos en el soporte digital del sitio Scribd.

[6] Haydu Susana para Yale University, https://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v09/haydu.html

[7] Judith Butler es originaria de Estados Unidos, con ascendencia judeo-húngara. Es filósofa y ha realzado importantes aportes en el campo del feminismo, la filosofía política y la ética.

[8] Revista Cuerpo y Territorio, en https://www.revistacuerpoyterritorio.com/2020/12/19/sylvia-molloy-y-la-autobiografia/

[9] Lange, Norah, Obras Completas, Tomo 1, Beatriz Viterbo editora, Bs.As.: 2005 - Prólogo (p. 16)

[10] “La memoria trabaja con todos los géneros literarios”, por Sylvia Freire para Página 12, 16/2/2011, en

https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-20776-2011-02-15.html

[11] “Sylvia Molloy, la autora que marcó el pulso de la literatura latinoamericana a fuerza de innovación” elDiarioAr, 14 de julio 2022, en https://www.eldiarioar.com/cultura/sylvia-molloy-autora-marco-pulso-literatura-latinoamericana-fuerza-innovacion_1_9172811.html

[12] En el mismo sitio recién citado.

 




www.metaliteratura.com.ar

Literatura latinoamericana