La noche inapresable de Eladio Linacero: la angustia de lo indecible y la diferencia

8/27/2014 Onetti

La experiencia contradictoria del narrador de El pozo con la palabra podría definirse con esta cita de Derrida:

Cuando hablo, no solamente tengo conciencia de estar presente en lo que pienso, sino también de guardar en lo más íntimo de mi pensamiento o del ‘concepto’, un significante que no cabe en el mundo, que oigo tan pronto como emito, que parece depender de mi pura y libre espontaneidad, no exigir el uso de ningún instrumento, de ningún accesorio, de ninguna fuerza establecida en el mundo.[1]

 
 
Por:   Dayan Jésica Mirna Dayan

La experiencia contradictoria del narrador de El pozo con la palabra podría definirse con esta cita de Derrida:

Cuando hablo, no solamente tengo conciencia de estar presente en lo que pienso, sino también de guardar en lo más íntimo de mi pensamiento o del ‘concepto’, un significante que no cabe en el mundo, que oigo tan pronto como emito, que parece depender de mi pura y libre espontaneidad, no exigir el uso de ningún instrumento, de ningún accesorio, de ninguna fuerza establecida en el mundo.[1]

El problema de Eladio Linacero con el signo, con la posibilidad de transmitir la representación que se produce en su mente, el sentido que para él tienen sus ensoñaciones recorre de punta a punta su relato. Toda la novela refleja la tensión por poder transmitirlas de alguna manera, vacila, comienza diciendo que lo que lo que está escribiendo son sus memorias, para al final concluir en que son sus confesiones. Tal vez estos hayan sido los pretextos o excusas para en realidad ponerse a intentar llevarlas al papel, que menciona en el anteúltimo párrafo: “Todo es inútil y hay que tener por lo menos es valor de no usar pretextos”.

El lenguaje, en su carácter de convención, parece no ofrecerle herramientas útiles a la hora de plasmar su conciencia individual en los términos compartidos que unifica la palabra, por medio de  la cual saldría de ese plano interno, aislado:

Ninguna de estas bestias puede comprender nada. Es como una obra de arte. Hay solamente un plano donde puede ser entendida. Lo malo es que el ensueño no trasciende, no se ha inventado la forma de expresarlo, el surrealismo es retórica. Solo uno mismo, en la zona de ensueño de su alma, algunas veces.

No encuentra en el código una manera de hacer que trascienda su individualidad hacia el exterior, que es el lenguaje como convención social: ese único plano desde donde puede ser comprendida sólo él lo conoce. Pero no se trata de que Eladio Linacero cuestione la capacidad de la escritura para transmitir una interioridad o una experiencia estética, como la que él mismo ha experimentado ante la lectura de los versos del poeta Cordes, sino más bien el poder del lenguaje para comunicar al otro en forma exacta la experiencia que desea compartir, de modo que pueda ser comprendida. El efecto que le causa escuchar el poema del pescadito rojo es similar al de sus ensoñaciones, que tienen la capacidad de transportarlo lejos del lugar físico, del cuarto en el que se producen, al tiempo que el sentido se dispara, escapa incluso de su propio autor: “Sus versos lograron borrar la habitación, la noche y al mismo Cordes”.  Es contra esta falta de univocidad, este descentramiento propio de la palabra  –y la crisis que esto supone– aquello contra lo que lucha el narrador a lo largo de su relato, sintiéndose finalmente derrotado, arrastrado “entre fríos y vagas espumas, noche abajo”. Como observa Derrida en La escritura y la diferencia, “la ausencia de centro es aquí la ausencia de sujeto y la ausencia de autor”, y añade que “el concepto de estructura centrada es, efectivamente, el concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A partir de esa certidumbre se puede dominar la angustia”, cosa que no puede hacer Eladio Linacero, puesto que se ve superado por la ausencia de significado trascendental, lo que “extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación”[2]. “Cosas sin nombre, cosas que andaban por el mundo buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o iban brotando porque sí, en cualquier parte remota y palpable”, es decir, se puede lograr esa experiencia mediante la literatura, pero aún así, hay algo de indecible en ella. Eladio Linacero percibe una búsqueda constante para poder nombrar en esos versos, de los cuales el poeta sale airoso, al crear “un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa”. Pero él siente que se queda en la primera instancia: la de lo indecible, sin poder emerger de ella y moverse libremente, como el pez en el agua. Él mismo da cuenta acerca de sus propias limitaciones en este sentido ya desde el comienzo: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo”[3].     

 

Sus intentos de que el significante llegue a destino fracasan, el sentido se disemina, y una vez que es arrojado al mundo exterior, no puede ser nunca exactamente el mismo que concibió la conciencia individual; es, de algún modo, intransmisible. Ester, la prostituta, ve en sus ensoñaciones las divagaciones de un degenerado: “¿Y no pensás que vienen mujeres desnudas, eh? ¡Con razón no querías pagarme! ¿Así que vos...? ¡Qué punta de asquerosos!”, y Cordes, el poeta, entiende la confesión de sus sueños como el posible material para un cuento. Cada uno lo interpreta, trata de darle sentido desde su propia óptica y a partir de las herramientas de las que dispone para construir su propia concepción del mundo. Lo dice el propio Eladio Linacero, cuando se ve en la necesidad de retribuirle al poeta con algún escrito suyo: “Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa podía yo ofrecerle?”

Teniendo presente que “con treinta años y con una obra publicada relativamente reducida, Onetti ya se presenta con algunos de los rasgos que se considera que trazan el diseño de estética marcada por la ética de desapego a lo material y el rechazo a la falsa trascendencia”[4], El pozo (1939) da cuenta de dichos rasgos: es el espíritu, absurdo y maravilloso de la primera juventud lo que hace únicas a las muchachas menores de veinticinco años. Cuando este muere, pasan a ser todas iguales, queda sólo su materialidad como un residuo, una cáscara vacía, “con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo”. La palabra que el narrador no encuentra es el instrumento, lo material, lo finito y perecedero, la cáscara: “Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”. Si el signo “se coloca en el lugar de la cosa misma, de la cosa presente” de manera que “representa el presente en su ausencia”[5], según Derrida, la différance sería la “pérdida irreparable de la presencia”[6] que a su vez la escritura comporta, sería como la muerte, la materialidad separada de la idealidad que percibe Eladio Linacero: “Es siempre la absurda costumbre de dar más importancia a las personas que a los sentimientos. No encuentro otra palabra. Quiero decir: más importancia al instrumento que a la música”. En el universo de El pozo, es posible equiparar las ensoñaciones con lo inteligible, y la palabra que el narrador no encuentra, con lo sensible. De acuerdo con Derrida, “la diferencia entre el significante y el significado ha reproducido siempre la diferencia entre lo sensible y lo inteligible”[7].

El texto habilita la metáfora del significante que se pierde, demuestra la imposibilidad de recuperar el sentido en el diferimiento temporal cuando el narrador intenta reproducir exactamente la noche en que Ceci bajaba vestida de blanco esa noche verano, antes de casarse. La forma material, equiparable al significante, podría reponer aquella ausencia, pero no lo logra: “Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces [...]. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga”. Separado de su contexto original, este significante es irrecuperable, por más que su forma material y externa no se haya alterado. El pensamiento logocéntrico oculta justamente esa distancia, supone que los conceptos, el logos, el pensamiento, existen por sí mismos, de manera pura, más allá de la contaminación de lo otro, esto es, la materialidad de la escritura.

Para contar sus sueños/aventuras, Eladio Linacero dice que quiere evitar un estilo pobre, expresando constantemente un esfuerzo deliberado por encontrar las palabras. Al igual que la voz lírica del poema de Rubén Darío, “Yo persigo una forma”:

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, 
botón de pensamiento que busca ser la rosa; 
se anuncia con un beso que en mis labios se posa 
el abrazo imposible de la Venus de Milo. 

La imagen es la misma, la presencia irrealizable de Ana maría en la cama de hojas, la mujer inasible, tanto, quizá, como la palabra: “Lo que yo siento cuando miro a la mujer desnuda en el camastro no puede decirse, no puedo, no conozco las palabras”. Y ambos coinciden en la sensación de no poder capturar “la noche en el papel como a una gran mariposa nocturna”:

 

 

[...]

Y no hallo sino la palabra que huye, 
la iniciación melódica que de la flauta fluye 
y la barca del sueño que en el espacio boga; 

Se impone la música antes que el instrumento, el devenir de la noche “inapresable, tensa, alargando su alma fina en el chorro de la canilla mal cerrada”, la imposibilidad de sellar con la palabra el fluir constante, de no saber cómo asirlo, cómo retenerlo o detenerlo; es decir, cómo fijarlo:

y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente, 
el sollozo continuo del chorro de la fuente 
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.

El pozo es una novela sumamente reflexiva en cuanto al acto de la escritura[8]: después de todo, el material que nutre a la literatura es la ensoñación. Poner por escrito una obra de ficción es, ni más ni menos que hacer surgir al exterior un ensueño. Se entiende que, antes de poder darle la forma de una novela, el autor ha sido capturado por esa otra vida que se presenta en su mente, borrando todo lo que lo rodea; gozando antes que nadie de esas imágenes que van y vienen, queriendo atraparlas en el papel como a una mariposa nocturna. El narrador percibe la distancia insalvable que hay entre las palabras y la experiencia que sólo él conoce: “Esto, lo que siento, es la verdadera aventura”. El resultado de la escritura lo perturba, no termina de reconocer en las palabras lo que siente por las noches: “Releo lo que acabo de escribir, sin prestar mucha atención, porque tengo miedo de romperlo todo”. Admite que allí, del otro lado, “no hay nadie que tenga el alma limpia”, por lo que parece haber lanzado su escrito a un abismo, comprendiendo que los demás son “unos animales”, que su noche ha quedado desnuda para que la vean todos: “Y ahora que todo está aquí, escrito, la aventura de la cabaña de troncos, y que tantas personas como se quiera podrían leerlo...”

Eladio Linacero insiste en el tema de la incomprensión, incluso en el retrato, en forma de capturar las escenas que pasan frente a sus ojos en la vida real. El prisma con el que mira está enfocado en ella; cuando menciona a las mujeres para marineros que “no entienden el idioma”, que “se ríen de los hombres rubios, siempre borrachos que tararean canciones incomprensibles  [...]. Contra la pared del fondo se extienden las mesas de los malevos, atentos y melancólicos, el pucho en la boca, comentando la noche y otras noches viejas que a veces aparecen [...]”. Al igual que él mismo, esos hombres hablan de sus noches, pero del otro lado están esas bestias con uñas negras y pescuezos. Esta representación deja entrever que él siente que es tan ajena la palabra que profieren sus labios, tan incomprensible para los demás como si fuera otra lengua.

Hay, entonces, una contradicción, como he señalado al principio: el narrador busca, elige las palabras, quiere escribir, tiene la voluntad, pero existe, al mismo tiempo, un gesto de resistencia hacia la escritura[9]. Cuando Cordes sugiere que sus imaginaciones podrían ser un plan para un cuento, se niega, categóricamente: “No, ningún plan. Tengo asco por todo, ¿me entiende? Por la gente, por la vida, los versos de cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me imagino todo eso”. Ángel Rama define la actitud de Eladio Linacero como a una “rebeldía anti-literaria”[10]. “Esta construcción de un diálogo polémico con el mundo tiene como destinatarios privilegiados, por una parte, los discursos legitimadores de la gran literatura, augusta, venerable, acartonada” [...]. La elección de registro de la voz narrativa de El pozo debe inscribirse más allá de la mera búsqueda formal de la diferencia, para enmarcarla dentro de una polémica con los códigos literarios dominantes, frente a los cuales Onetti esgrime una poética fragmentaria en las páginas de Marcha y la consuma en su primera novela publicada”[11]. Eladio Linacero niega el plan de escritura, niega que exista la posibilidad de trascendencia misma, la herramienta que logre el traslado de su interioridad hacia el exterior, por lo que se recluye, se cierra sobre sí mismo: “Me aparté en seguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado”. Es que, en definitiva, la palabra termina resultándole ajena, no logra apropiarse de ella, no puede capturarla, no le sirve para reconocerse a sí mismo ni para darse a conocer a los demás: “Cualquiera debe poder declarar bajo juramento: no tengo más que una lengua y no es la mía, mi lengua ‘propia’ es una lengua inasimilable para mí. Mi lengua, la única que me escucho hablar y me las arreglo para hablar, es la lengua del otro”.[12]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Derrida, Jacques. “La differánce”, en Teoría del conjunto, trad. S. Olivera, N. Comadire y D. Oller. Barcelona, Seix Barral, 1971.

Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. Trad. P. Peñalver. Barcelona, Anthropos, 1989.

Derrida, Jacques. El monolinguismo del otro o la prótesis de origen. Trad. Horacio Pons. Buenos Aires, Manantial, 1997.

Derrida, Jacques. Posiciones. Trad. M. Arranz. Valencia, Pre-textos, 1981.

Ferro, Roberto. Onetti/ La fundación imaginada: la parodia del autor en la saga de Santa María. Buenos Aires, Corregidor, 2011.

Ludmer, Josefina. “Contar el cuento” en  Juan Carlos Onetti, Hugo Verani (Ed). Madrid, Taurus, 1987.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Derrida, Jacques. Posiciones, p. 27.

[2] Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia, pp. 394, 384, 395.

[3] De este fragmento y acerca de la construcción del significado por parte del lector, Ferro observa que “estas apelaciones a la lectura parecen apuntar al momento en el que su escritura alcance autonomía y el sentido quede fuera de su control. En esta novela comienza una reflexión en torno a la instancia en la que la obra, en tanto que manifestación de la individualidad de su autor es remitida a lo efímero; la entidad de la escritura se constituye por la significación que otro le concede. Este modo de producir sentido, subraya la extraordinaria precariedad de la relación entre texto y autor, hasta el punto que, desde esta perspectiva, la mediación del otro, del lector, es constitutiva de su especificidad. P.119.

[4] Ferro, Roberto. Onetti/ La fundación imaginada: la parodia del autor en la saga de Santa María., 87.

[5] Derrida, Jacques. La Différance, p. 56

[6] Ibíd., P. 69

[7] Derrida, Jacques, Posiciones, p.21.

[8] En este sentido, Ludmer (1987)  señala que “en el corpus Onetti la ‘gestación’ (la escritura) está narrada en primera persona; es un proceso que el primer pronombre se narra: un desarrollo reflexivo”. P. 182.

[9] “El pozo, recipiente de tantos residuos románticos, niega la ‘expresión’ como modo de producción de sentido”. Ferro, Roberto. Onetti/ La fundación imaginada: la parodia del autor en la saga de Santa María., p. 143.

[10]Ibíd., p. 64.

[11] Ibíd., p 133, 137.

[12] Derrida, Jacques. El monolingüismo del otro, p. 39.