Una nueva lectura de El otro Joyce (1) , de Roberto Ferro.

El escritor no desaparece, tiene su lugar, pero desde ese lugar, no podrá controlar la escena de lectura y todas las variantes de interpretación.

 

Mi primer encuentro con Jorge Cáceres se remonta a agosto del 2012. Él ya se había instalado en la oficina de su tío en los pisos superiores de la Galería Güemes. Recuerdo el impacto que tuvo en mi memoria esa referencia, se sumaría a tantas otras coincidencias que nos unirían luego con Cáceres, una fecha de cumpleaños, Erik Satie o la calle Espinosa, por ejemplo.

Esa Galería evocaba, entre otras cosas, a mi padre.

A mis quince años, mi papá, contador, tenía un cliente con un despacho en la calle Florida al 100. A finales de un verano (y debo haber insistido mucho para conseguirlo) logré que me permitieran hacer una suplencia de quince o veinte días en ese lugar. La experiencia fue toda una novedad para mí, aunque un desacierto para la compañía exportadora, nunca entendía lo que se me pedía por teléfono desde el exterior, confundía los nombres… en fin; con infinita paciencia, y más que nada en atención a mi papá, fue que me permitieron continuar hasta finalizar el tiempo pactado.

La hermosa Galería Güemes situada al otro lado de la calle Florida se convirtió en uno de mis sitios favoritos, con su café (hoy ya reemplazado por una cadena americana sobre la calle 25 de mayo), los quioscos centrales, y la fascinante escalera, por la que nunca me atreví a subir. Si lo hubiera hecho, tal vez, hubiera encontrado en el segundo piso “la oficina de Pedro Smuggler”. Como para Cáceres, “La Galería Güemes era para mí una suerte de álbum familiar; una forma de mi autobiografía” (p. 13).

A partir de ese primer encuentro, casi un amor a primera vista, fui acompañando el trajinar de Jorge Cáceres. Me hice amiga de su amigo, Miguel Vieytes, al punto de llorar su muerte y dedicarle un poema en la despedida; supe conocer a Sarquis, recorrí Florencia mientras releía a Onetti y, sobre todo, le tuve paciencia a ese tal Roberto Ferro que, más de una vez, se infiltraba con su voz acallando la sonoridad de mi amigo. Me di el gusto también de camuflarme en algún momento en María Laura Ochiro, intuyendo que ese tal vez era el único modo de acercarme a Cáceres sin intermediarios.

En febrero de 2019, Roberto Ferro, entendiendo que le había perdido el rastro a Cáceres, me escribe:

Para referirme a Jorge Cáceres debo hacer una breve genealogía. Escribí El otro Joyce a principios del 2002. Fue, por una parte, una herejía: estaba por publicar mi libro sobre Onetti, mis trabajos cítricos tenían una buena recepción en Francia y ya había comenzado a delinear el volumen de Macedonio para la Historia Crítica, entonces por qué distraerme con una novela policial (a pesar de todo fue finalista del “Premio Clarín” ese año); y por otra, un rescate de mi profesión, escritor negro de guiones de historieta. Pero diferentes avatares fueron postergando ese deseo de entreverarme con la narrativa ficcional, recién en 2011 me animo a retomar ese gesto que culminará en Los borradores de Macedonio en los que Jorge Cáceres tiene una breve intervención. Pero ese impulso quedó empantanado con una oleada de detenciones y parálisis que yo llamé mi retiro, seguí escribiendo crítica, pero la ficción estaba postergada.

 

No debía distraerme con esas excusas dilatorias de Ferro y esperar. No pasó mucho tiempo para que Jorge Cáceres resurgiera por sí solo con una fuerza inusitada en Los borradores de Macedonio, Fuera de foco, Desde la ventana, Y tendrá tus ojos, El pozo de Funes, Todo viene del pasado, La próxima puerta…

Porque ya lo había dicho el mismo Cáceres en El otro Joyce:

 

… la escritura de estas notas significó para mí desde un primer momento un deslizamiento apartado de toda probable contaminación con la idea de principio. Sus líneas fueron un imperceptible pasaje, una casi impensada prolongación que iba componiendo, ya integrada con una anterioridad imprecisa, el diseño de un espejo imperfecto en el que podría revisar el estrabismo de mis ideas como un modo inédito de plegarme incesantemente sobre mí mismo (p.39)

 

Hoy leo El otro Joyce con el mismo arrobamiento y ya con la certeza de la pérdida, ya su voz convertida en un eco.

Hoy lo leo con ojos más atentos, gracias a tantos años de trabajo con un buen profesor “aunque de provincias”, para poder percibir y detenerme en aquellos destellos de una escritura, que se fue acrecentando con el correr de su mismo hacer, y en la que sobresalen tres palabras caras para quien oficiaba de escritor: el pasaje, la mirada y la incesancia.

Intento hoy, frente a las páginas vivas de El otro Joyce, pensar estos términos sin que implique limitar el pensamiento a los puntos finales de los párrafos; por el contrario, como el mar que visita mi ventana, la contemplación permanecerá en mi horizonte de escritura más allá de las líneas ahora escritas.

–Pasaje: Allá por el 2012, Ferro me da a leer un texto “Pasajes liminares”, el ensayo introductorio al libro “De la literatura y los restos”[2], publicado en el 2009. Es difícil extraer algunos pocos conceptos de un texto tan rico como clarificador de su escritura, ya que cómo él mismo señala “Uno de los rasgos distintivos de los textos escritos es que permanecen, no se agotan en el presente de su inscripción”. Ferro se presenta en esas carillas, ante todo, como un “lector en tránsito, taxonomista /investigador, viajero y/o jugador, contrabandista…”, un buceador de restos que navega entre “los bordes y los límites”; limites inalcanzable, como el Aleph perseguido por Borges, con la “fascinación de la ausencia del tiempo”. “Pasaje y umbral” en el acto de lectura donde “la significación no tiene fin, es incalculable”. Hoy pienso que Ferro me dio a leer ese texto antes de presentarme formalmente a Cáceres, invitándome así a trazar mi propias “figuras sobre el tejido de su tapiz” de escritura.

 

–La mirada: Luego de atravesar El otro Joyce, conversé con Ferro, varias veces, sobre la condición estrábica de la mirada de Cáceres.  La respuesta le encontraba en el mismo texto de “Pasajes liminares”, al que volvimos varias veces:

 

El ojo que lee, el ojo del lector, que merodea y arriesga en el juego múltiple de asediar los sentidos, recorre las páginas del texto en su diagramación quebrada en la que cada trazo se confabula como pasaje hacia otros textos; la lectura así pensada supone un conjunto de operaciones de desplazamiento de nociones y valores de producción de sentido, que se oponen a la unidad y verdad sujetas al orden lineal.

 

“La luz se teje con el ojo y la mirada; se teje por el ojo y la mirada en la repetición y la diferencia”, por ahí también me dijo.

Laura Rotundo señaló, en la reseña de Y tendrá tus ojos, que Cáceres “entrecruza con su ojo desviado la lectura de los libros y de la vida desde una óptica tergiversada por el estrabismo, la soledad y la coyuntura”, y aplaudí la síntesis.

Unos años después, el mismo Cáceres me cuenta:

Mi estrabismo agrega un condimento que acentúa y distorsiona la idea de paralaje, dado que el desvío del estrábico abre un campo de posibilidades que implica la inversión de la normalidad, ya no es necesario someterse a la prueba de cerrar uno ojo por vez, el paralaje está incorporado como una distorsión que afecta esa polaridad y redobla el desplazamiento de los dos componentes de la percepción.[3]

 

 

–la incesancia: Habría tanto para escribir sobre ese “ir más allá del texto”, que le susurraba Noé Jitrik a Ferro:

El anuncio de la repetición pone de relieve la incesancia como aquello que llega reapareciendo, aquello que trastorna lo ya leído en la reescritura, que liga al texto con un más allá del texto.

 

Para Jitrik, me dice Ferro: “la lectura al igual que la escritura, tendida sobre la incesancia, puede siempre, por ello mismo, es insatisfactoria, está siempre a punto de asir algo que no deja de evadirse”.

 

 

Voy cerrando El otro Joyce y me despido (por ahora) de Jorge Cáceres. Como no encuentro otras, me apropia para decirle hasta pronto de sus propias palabras: “Usted me ha dado mucho más de lo que yo venía a buscar, especialmente porque yo sólo tenía algunos indicios sueltos, unas pocas intuiciones y muchos vacíos”. (p. 235)

 

María Claudia Otsubo, Imbassaí, 28 de octubre de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(1)

[1] Ferro Roberto, El otro Joyce, Liber editores, Bs.As. 2011. Las referencias corresponden a esta edición.

[2] Ferro Roberto. De la literatura y los restos, Liber editores, 2009.

[3] Ferro Roberto. La próxima puerta, Ed. Metaliteratura. Bs. As,.2021

 

DESTACADOS

¿Puede una IA escribir con la profundidad de un ser humano o hacer literatura?

Llevo días escuchando dos palabras como si fueran un mantra que define a la IA, conceptualmente distorsionados y desemboca en conclusiones equívocas.

Las palabras: algoritmo y probabilidad.

Algunos datos técnicos no vienen mal para acercar la comprensión sobre qué es la IA.

Imaginen tener una agenda, que tiene solapas con el alfabeto (se ven en librerías de papel), hay una búsqueda con ese criterio alfabético. Ahora, dentro de cada letra, otra agenda, de nuevo con la organización alfabética, y dentro de esta otra, y así. Para una búsqueda dentro de esta organización,  igualmente con el criterio de orden alfabético (espero estén advirtiendo la dificultad de recorridos), siempre empezando desde la A y abriéndose camino en las diferentes agendas, unas dentro de otras; un árbol de datos. Esto es un algoritmo que con la velocidad actual de los chips no parece complicado. Sumemos la predicción: la probabilidad que habiendo entrado con una letra, la próxima sea alguna determinada. Por ejemplo, entro con una consonante, hay más probabilidad que la próxima sea una vocal. Con ello empiezo una búsqueda ahorrando entrar por consonantes y con eso reduje el “camino” a 5 vocales. Es un ejemplo algo burdo, pero ilustra las dos palabras: algoritmo y probabilidad. Los algoritmos de búsqueda están muy afinados a raíz de la tecnología blockchain de las Criptos.

PERSONAJES

Los ritos ardientes de Julio Barco por Nicolás López Pérez

En esta presentación, además del material del poeta Julio Barco, convocante, provocativa, inspiradora, destaco el trabajo del escritor, crítico, abogado Nicolás López Pérez, su generocidad lo antecede. Ya tenemos en nuestra revista exhaustivos comentarios sobre la obra de ambos, además de colaboradores desde otros países.

La obra de Julio Barco nunca se despide de la vieja Lima, instaura una actitud permanente de traza del nuevo siglo y el antiguo, con una poética de rememoraciones, melancolía, causas, amores, lugares, una danza procaz apasionada y en estado permanente de exhorbitancia poética con una estrategia de seducción de voz y cuerpo, conseciones al discurso y estética del nuevo y viejo esquema de tributo a su época la Internet.

Leemos a Nicolás Lóepez Pérez, en este trabajo crítico sobre su obra.

 

DRAMATURGIA

Bajo un manto de estrellas de Manuel Puig por Ana Abregú

“Una especie de solidaridad tácita une a los extraviados y a los solitarios”

“Una revolución en las costumbres” en Bye-Bye, Babilonia, crónicas de Nueva York, Londres y París.

 

 

En esta obra se siente “una especie de solidaridad entre extraviados”, “es exactamente como lo imaginé”, se dirá recursivamente en la obra. La frase describe el sino de la época: la educación sentimental  provenía de escuchar la novela radial; el relato se reconfiguraba en el oyente, punto en común entre las clases: la pareja mayor, dueños de estancia; la pareja de misteriosos visitantes, adultos; y la niña de la casa, adoptada; revelan los sueños que nacieron en la era de las telenovelas y su influencia como parte de la penetración cultural que accionan el hecho constructivo del imaginario y los desvíos que propone el foco en la ilusión, en un ambiente endogámico que detona con diversas resonancias. El relato oído alimenta un romanticismo en el que cada personaje fantasea e imagina el objeto del deseo.

 

Las Bingueras de Eurípides de Ana López Segovia por Ana Abregú

Suerte, risas y mucho bingo. ¡Prepárense para gritar '¡Bingo!'! La emoción del dabber.

[Lema popular]

 

Divertida propuesta que remite a diversos estilos teatrales, así como referentes eclécticos.

Dionisia –Mar Bell Vazquez–, mito griego, baja a la tierra; y como el primigenio, se aboca a remover la estructura social conmoviendo la forma tradicional de subyugación de mujeres. Dionisio toma cuerpo de mujer para acompañar el proceso de empoderamiento. Eco entre formatos que se extienden entre géneros de humor basado en la expresividad corporal y diálogo punzante.

(Foto tomada de Internet)

Mi novia del futuro de Anto Van Ysseldyk por Ana Abregú

«¡Como si se pudiera matar el tiempo sin herir a la eternidad!».

(Henry David Thoreau)

 

El viaje en el tiempo es un tópico complejo, sobre todo durante una obra teatral, donde la comparación entre temporalidad se debe resolver en un espacio reducido. Esta situación se metaforiza en un escenario con elementos de luz y desplazamientos en espiral, haciendo y deshaciendo el tiempo en el espacio, tal como se define el tiempo mismo, una tela, una autopista peraltada.

 

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