En una terraza iluminada por el sol, entre arbustos y muebles de mimbre, Álvarez hojea el diario mientras bebe un café negro con tostadas y miel. Tras una breve pausa se dirige a la casa, entra al baño y cierra la puerta. Se mira al espejo, abre la llave, se desnuda y toma una ducha. Más tarde, envuelto en su bata, consulta en la televisión el estado del tiempo y busca en el armario ropa adecuada. Ya listo, baja las escaleras que llevan del tercer piso al primero, abre la puerta y sale a la calle. En la esquina saluda al vendedor y sigue hasta la parada del bus. Delante de él una mujer con bolsas, un hombre con gorro, una viejita con su nieto. Álvarez saluda. En las ventanas del edificio de enfrente cortinas a medio cerrar, cortinas cerradas, dos materas en el balcón de la esquina, afiche pegado en el vidrio, lámpara encendida, habitación oscura, hombre de pie, mujer sentada en una silla. El bus llega y todos suben: la viejita con su nieto, la mujer con bolsas, el hombre con gorro y luego él. Se apretujan para dar paso a más gente que también se apretuja. Madres con bebés en las sillas azules comparten espacio con viejos y viejas y bolsos y bolsas. Un muchacho lee un libro de herramientas; junto a él, una mujer duerme lo que queda del viaje. Alguien se queja del calor que hace allí adentro. Álvarez, ubicado entre un hombre y una mujer, consulta su reloj. Mira los locales, los nombres de las calles y a la gente que pasa tras la ventanilla: hombres edificios niñas casas perros niños ventanas mujeres policías avisos. Alguien se levanta, muchos bajan y él puede sentarse. Mira a su alrededor, acomoda la cabeza, cierra los ojos y animales brincan en un campo de un lado a otro; niños ríen y se esconden tras los árboles; mujeres y hombres tejen coronas de flores. Más adelante, abre los ojos a una calle de casas iguales con iguales árboles, vecinos y carros. Las puertas y ventanas estarán aseguradas desde dentro; las luces titilan en los rincones de la sala; perros y gatos cazan insectos en los jardines y merodean los cubos de basura. Un hombre en bicicleta esquiva a una mujer que cruza la calle. Alguien grita la noticia del día y una joven se asoma desde una terraza. La parada de Álvarez está casi al final del trayecto. Baja, camina por una calle, cruza un puente. Entra a un bar, busca un sitio junto a la ventana. Ya instalado, fuma y pide un café. En las paredes, fotos y repisas. Álvarez hojea el diario y deja la colilla en el cenicero. Un hombre y una mujer terminan su plato de lentejas y piden la cuenta; al fondo, una familia brinda por los novios; dos hombres revisan la carta y sonríen. La empleada se acerca y, al dejar el pocillo sobre la mesa, el vuelo de su falda roza el codo de Álvarez. Otra vez ojos cerrados y las manos se deslizan por el mantel, trepan los muslos de la mujer hasta escabullirse entre las piernas, peces que bien podrían masticarse y tragarse entre sorbos de agua, pastillas que una madre daría a su hijo en una noche de fiebre. Otra vez ojos abiertos y la impaciencia de la mujer en el choque del esfero con el papel anuncia el cobro junto a la taza vacía. Álvarez revisa los anuncios en el diario, deja sobre la mesa el dinero justo y sale. Camina dos cuadras, dobla a la derecha hasta llegar a un edificio gris, olvidado en una esquina entre avisos y puertas. Repasa las letras a cada lado de los timbres hasta llegar al “4 E”. Se detiene, acerca el dedo, lo aleja y devuelve la mano al bolsillo de la chaqueta. Da unos pasos hasta la esquina del frente y entonces mira hacia arriba, hacia la ventana que, tras el velo, deja adivinar las puertas siempre cerradas en el salón de techos altos, el caballo de bronce aún congelado en una pirueta sobre la chimenea y la lámpara de piso junto a la biblioteca tal vez hoy algo más reducida. Al cruzar la puerta, reflejados en el espejo de tres lunas, una cama amplia y un sillón junto al tocador. Ojos cerrados y la mujer sale envuelta aún por los vapores del baño prolongado. Los pies, pequeños y pálidos, se deslizan hasta alcanzar la habitación; las manos retiran aquella coraza de tela y plumas para cubrir la piel con esencias y talcos. En el espejo la escena será una pintura impresionista: tela y carne, la luz detenida en el instante en que se contempla la imagen, un ramo de flores junto a un perro de caza, la filigrana de las carpetas repetida en mesas y cojines. Ojos abiertos y la gente al pasar lo mira con desconfianza. De nuevo, y ante la puerta, sigue las letras hasta llegar al “4 E”. Se detiene, acerca el dedo y lo aleja, pero antes de que pueda devolver la mano al bolsillo de la chaqueta se oye el timbre en la cocina. Ojos cerrados y la mujer interrumpe el susurro de piel y telas para mirar la calle vacía y sucia justo antes de que el ladrido de algún perro le recuerde su soledad. Ojos abiertos y, en el viejo portón, la voz de ella se abre paso entre el chirrido del aparato hasta llegar a los oídos de Álvarez. Ojos cerrados y el cuerpo de la mujer vuelve a las telas y a las plumas con el gesto de un niño dormido; los pies, pequeños y pálidos, se deslizan por la escalera que baja enroscada del cuarto piso al primero; las manos, pequeñas, pálidas, breves, abren la puerta y ciñen su cuello; escondidas entre su pelo, las uñas traman rutas, horadan la carne. Ojos abiertos y el ruido de la calle tapa una voz que se oye reseca. Ojos cerrados y los dedos de la mujer se deslizan por el filo de sus dientes y buscan su lengua. Ojos abiertos y Álvarez se aleja del viejo portón y del edificio gris, dobla a la izquierda y camina dos cuadras. Pasa de largo por el bar. Cruza el puente. Camina por la calle hasta llegar a la parada del bus. Tres hombres apoyados en un muro fuman y ríen. El bus llega, los hombres suben. Álvarez, saca un cigarrillo de su chaqueta y fuma también. Una mujer pasea tres perros, un niño llora mientras la madre conversa con un joven en bicicleta, pasan carros y buses, un hombre barre la acera. Álvarez bota la colilla y toma el siguiente bus. Tras la ventanilla, hombres edificios niñas casas perros niños ventanas mujeres policías avisos. Alguien se queja del calor que hace allí adentro. Ojos cerrados y la mujer aún, desde el portón, mirará a uno y otro lado de la calle, antes de entrar y cerrar la puerta. Otra vez, ojos abiertos y un hombre hojea una revista, la mujer de enfrente consulta la hora en su reloj, un viejo tose, un niño pregunta si falta mucho para llegar. Ya cerca de la parada, Álvarez se levanta, toca el timbre y baja del bus. El edificio es ya la suma de unos cuadros luminosos o apagados; la tienda, el aviso de cerrado junto a la propaganda de un nuevo producto. Entra al edificio, revisa el casillero en busca de nuevo correo, sube las escaleras del primer piso al tercero, abre la puerta de su apartamento y enciende las luces.
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