A “Porlomeno” y a Licastro no parecían unirlos ni amores ni espantos; solo una prolongada estadía compartida en la sala de Neumotisiología del hospital y un insomnio apacible y silencioso. Lo apacible hacía conjeturar una colección de batallas perdidas y el refugio en la noche de la sala de internación que, a cambio de ojos abiertos, los dispensaba del agotamiento de crear estrategias y proyectos que intuían fracasados de antemano. Lo silencioso era casi obligatorio para Porlomeno: un infarto cerebral lo había dejado -apenas pasados sus cuarenta años- con una reguera en la pierna derecha, la imposibilidad de usar su brazo más que para movimientos pendulares y toscos, y un brevísimo y curioso repertorio de tres o cuatro palabras entre las que se destacaba su apodo. Era notable lo acertado de esas tres palabras, que el hombre de cuerpo todavía firme y rostro infantil decía como una sola, para un sinnúmero de circunstancias: a las preguntas de – ¿cómo estás?, ¿tomaste las pastillas?, ¿te duele?; él respondía con una expresión eufórica y una voz que transmitía su esfuerzo y su satisfacción por hacerse entender, prolongando ligeramente la sílaba “me”: - Porlomeeno….. Esa respuesta resultaba tan descriptiva de lo que podían ser sus sensaciones y a la vez, tan optimista a los oídos del resto - médicos, enfermeras, pacientes, familiares- que con frecuencia todos le hacíamos preguntas innecesarias buscando ese “porlomeno” tranquilizador, que ordenara el universo y legislara jerarquías y valores, que estallando de su lengua entusiasta y empastada nos brindara alivio y confianza cada vez que el mundo nos destapaba de golpe su olla de incertidumbres. Al escucharlo, podría aventurarse una inteligencia intacta en ese cerebro dañado o la intervención de alguna superior en la elección de ese vocablo entre los miles, ese sonido entre los millones - incluyendo los ininteligibles- que integrara el conjunto de las tres o cuatro palabras que poblarían su voz para siempre. Claro que, cuando se lo escuchaba responder con igual énfasis y exacta inflexión cada vez, a interrogantes como : ¿de qué cuadro sos? o ¿querés flan o gelatina? Uno se desplomaba con ruido desde las alturas esperanzadoras de las fuerzas superiores, a los dominios de las concretas y puntiagudas neuronas necróticas o apoptóticas y las alteraciones en la secreción, recaptación e interacción de los neurotransmisores. Hacia la ventana y del lado de enfrente estaba Licastro, el torso siempre vertical y el resto del cuerpo fundiéndose con la cama. Como un centauro con patas de hierro, no podía distinguirse si lo que se movía eran sus piernas inútiles o los extremos de la cama, cuando se adelantaban a alcanzar la comida o retrocedían ante la entrada del enfermero agitando ampulosamente una jeringa. Era pequeño, moreno, de calva lustrosa y mirada perdida. Había llegado emaciado, famélico: un esqueleto cuyas únicas e inequívocas señales de vida eran la boca cerrada y tensa y los ojos abiertos que aunque no vieran, miraban. Los cuidados hospitalarios, mezquinos y rudos para algunos, habían sido salvadores para Licastro, que agradecía con una mansedumbre genuina, voluntaria, carente por completo de resignación o suspicacia. Hubiera podido, como tantos otros, ocultar su resentimiento consciente de que la debilidad flaquea las posibilidades de reivindicación. Disfrazar el rencor por temor al sufrimiento físico, por especular con beneficios improbables y hasta insignificantes en circunstancias habituales, pero que en ese universo de límites pequeños y anhelos nunca satisfechos adquirían un valor exquisito; o por entregar sin resistencias la esperanza, antes de que la tortura violenta y silenciosa del abandono o la curación imposible se las llevara por la fuerza. Sin embargo, desconociendo a quiénes y para qués, él agradecía con su mesura y con esa mirada que ahora, además de mirar, veía. Como quien sabiéndose destinatario de un mejor porvenir, va viviendo por adelantado y con generosidad ese bienestar que le espera. Por la natural imprecisión de los métodos humanos de medidas en lo que se refiere a cuestiones de naturaleza cualitativa, o para decirlo de un modo menos pretencioso y más sincero, por falta de perspicacia, no podría precisar cuándo empezaron a manifestarse los cambios. Eran cuestiones mínimas atribuibles sin esfuerzo a la casualidad, que solo retrospectivamente podrían dar algún indicio de lo que sucedería después. Las largas horas de forzar mis recuerdos de esos días agudizando, exprimiendo y, aún involuntariamente, ornamentando el repaso de cada detalle; como también mis cavilaciones buscando motivos, adoptando hipótesis fuera de toda lógica, considerando cómplices imposibles; me apuntan como dato saliente la aparición de un matiz sombrío apenas perceptible en la expresión habitualmente mansa de Licastro: cierta rigidez en su boca distendida, la sensación de no estar completamente atento a lo que sucedía a su alrededor, como lo estaba desde que conformó ese monumento ecuestre con los hierros desvencijados pero indestructibles de su cama, muchos meses atrás. De Porlomeno, podría advertirse un cambio en la calidad de la escucha siempre atenta a las recorridas de los médicos; esta vez sin el objetivo de reconfortar su ávido espíritu de niño huérfano con el guiño o sonrisa de alguno de los participantes. Había algo de interés, legítimo y calculador, en el contenido de lo que llegaba a sus oídos que se extendía a las conversaciones de enfermeros, personal de limpieza, encargados del mantenimiento de los tubos de oxígeno o nuevos internados. Como buscando en los otros, poseedores de las miles de palabras exiliadas para siempre de su cabeza, una frase que a modo de sortilegio, le permitiera traducir una sensación inefable que comenzaba a poblar cada una de sus horas y acceder a un plan para librarse de ella. Para prescindir de supuestos - que bien pueden atribuirse a mis noches en vela, a la conciencia de lo irremediable que necesita perderse un rato en paisajes de olvido, y a la juventud que aboga ingenuamente por descubrir trascendencia en lo pequeño y azaroso - el primer hecho concreto a relacionar con lo sucedido fue la intercurrencia de Licastro. Llegué esa mañana con unos minutos de retraso, apoyé con más falta de fuerza que descuido el bolso que cobijaba la totalidad de mis pertenencias a la fecha y me despatarré en el pedazo libre del banco sin respaldo del cuarto de residentes. Se comentaba la descompensación psiquiátrica de un paciente: con movimientos frenéticos, sudoroso y a los gritos deliraba diciendo haber recibido la visita de peligrosos enanos durante la noche anterior. Su examen neurológico era normal, no tenía signos de infección aunque estaban pendientes los cultivos de sangre y orina, que esperaban entregarse a bacteriología en horarios más amables que los de madrugada cuando fueron recogidos. Su estado metabólico era el adecuado según los análisis, incluyendo el de sangre arterial. El paciente sabía la fecha, donde se encontraba, quién era él, quién era el presidente de la república; pero cuando se le preguntaba acerca de los enanos, presentaba episodios de excitación psicomotriz, insultaba y hubo que atarlo a la cama para evitar que tironeara el suero recién colocado hasta arrancárselo. Quedaba pendiente dentro del plan de estudios efectuarle una tomografía de cerebro para descartar hemorragias o tumores: como el aparato del hospital estaba roto, se había pedido la derivación a otro centro. Vendría una ambulancia con médico propio para acompañar al paciente; ya que yo solo quedaba de guardia para todo el pabellón. Cuando se comentaron las posibilidades diagnósticas de lo sucedido pregunté por alguna caída que hubiera pasado desapercibida. Una de mis compañeras me amonestó displicente: - Licastro, si se cae, no se puede volver a acostar por su cuenta- Recién allí supe de cuál paciente trataba el pase de guardia, y me sentí estúpido poniendo en evidencia mi llegada tarde para aportar un diagnóstico que hasta un estudiante considera ante casos similares. Fue una sorpresa hallar a Licastro como protagonista de una complicación. Si bien este tipo de sucesos son moneda corriente en cualquier individuo hospitalizado; su enfermedad estabilizada hacía tiempo, la actitud de transcurrir sus días sin necesidades, su anonimato de quejas y lamentaciones sembraron las primeras suspicacias en mi mente, por entonces exhausta y proclive a las confusiones. Era mi turno de opinar en el ateneo: pasé al frente a ver las placas llevando un puntero de madera como el de las viejas escuelas. El auditorio comenzó a reir sin disimulo al escucharme señalar: -“ y si seguimos el trayecto de la mesentérica superior, las células la acompañan…..”- porque ninguno a esa distancia podía distinguir más que la placa entera como una mancha negra con blanco en negatoscopio sobre la pared; porque el puntero con el que señalaba ocultaba la mitad de la imagen; y porque estaba invitando a mis colegas y superiores a ver el movimiento de microcoscópicas células. Enmudecí y pasó por mi mente el recuerdo de aquel paciente psiquiátrico que nos describía minucioso y didáctico, el desplazamiento de los átomos en el plato de su sopa descolorida y rala. El tono de las risas comenzaba a aturdirme, y me sentí ahogado por un perfume cargado y sensual que llegaba de un costado. Divisé sentada en la esquina a Claudia Clement, piernas de medias negras cruzadas, tapado con cuello de piel sobre los hombros. Con vergüenza triplicada, cuanto sea posible de triplicar algo infinito, sentí entumecida mi entrepierna. Intenté abrirme paso agitando el puntero de un lado al otro, apartando a todo el que se cruzara en mi paso, pero daba una y más vueltas, y no encontraba la salida…. Desperté en la pereza intrascendente del domingo en la enfermería. No había burlas ni punteros, pero sí estaba ese aroma que perfumaba mi sueño. Me asomé al pasillo y lo seguí hasta la sala, lo traía una mujer tan ajena hospital como a los domingos. Imponente en su tapado negro, se detuvo a los pies de la cama vacía de Licastro Pareció enterarse sólo por mis párpados hinchados, mi chaqueta arrugada y mi boca todavía con restos de saliva, que se hallaba en medio de una habitación en penumbras, rodeada de ronquidos, olores desagradables, lamentos incesantes, miradas de lascivia impotente, expresiones de envidia y rencor ante su belleza y su salud. Traté de recomponerme, pero no sé si por mis semanas sin dormir, porque era domingo, por el ambiente cargado de su perfume o por el gesto triste de su boca insinuante, sentí otra vez un entumecimiento violento e inocultable que me hizo buscar como en mi sueño, avergonzado y tropezando, la salida. Su incomodidad, ciega a mis percances, me detuvo cuando dijo: -Disculpe por favor, es que aquí está internado …..estuvo ….alguien que….hace poco….- de espaldas, señalaba apenas inclinando la cabeza, la cama vacía y sin sábanas de Licastro, excursionista obligado hacia el tomógrafo de un hospital de la provincia. La cama mantenía la huella exacta de los más mínimos detalles anatómicos de sus piernas inservibles después de tanto tiempo de coexistir fundidos. Cuando comprendí la inutilidad de una huída torpe y de mi vergüenza, y por fin, iba a responderle, animado por su ignorancia hacia mi persona y mi interés en hacerle preguntas, un grito ahogado y el temblor de la cama de Porlomeno que daba violentas sacudidas, me impidieron continuar. -Hernando, una ampolla de diazepam – grité y corrí a impedir que el hombre se ahogara con la lengua. Las sacudidas cedieron y Porlomeno, recuperados su tono rosado y la cara de niño, dormía respirando ronquidos agitados. Entonces, levanté la vista buscándola. Se había marchado dejando un tenue rastro del perfume en el pasillo. He olvidado mucho. Me avergüenzo cuando ante algún comentario del pasado solamente evoco vaguedades y emociones de catálogo. Llegué a inventar una cara que poner para que el conocido que no recuerdo, o el narrador de un suceso compartido, no perciba ni mi ignorancia ni mi avidez para rescatar de sus palabras o su rostro, cualquier dato orientador. Es una expresión distante, ensimismada, a la que le agrego cierta familiaridad y hasta euforia contenida : que no parezca demasiado por si se trata de un conocido circunstancial, pero que, ante los ojos de alguien anteriormente cercano que pueda sospechar mi desconcierto, impresione el resultado de un mal día, el producto de un trabajo agotador o la erosión de convivir con la enfermedad y la decadencia. A veces me siento un impostor; incluso, llego a pensar en mis momentos de mayor desconsuelo que algunos, conocedores de lo que me pasa, se divierten conmigo planteándome evocaciones inventadas, recreaciones novelescas con el objetivo de disfrutar mi esfuerzo desesperado para no ponerme en evidencia. Nunca olvidé a esa mujer. Sin embargo, su recuerdo fue apareciendo sin mucho estruendo; con el tiempo, ocupando el lugar de las cosas que no sabemos porqué ni como - porque las juzgamos pequeñas y banales - van derrotando a otras más vigorosas, alguna vez omnipresentes, y permanecen intactas e indestructibles con la misma humildad de cuando no sabíamos que iban a quedarse. Apenas pasada la agitación de la mañana ocurrió algo que iniciaría en mi cabeza un fluir incesante de conjeturas y sospechas. Hernando, el enfermero, excitado y triunfal me mostró su puño cubierto de polvo. Al abrirlo, había unas siete u ocho pastillas rosadas: – Es la medicación para las convulsiones de Ortiz- tal el apellido de Porlomeno- -No sé que bicho le habrá picado a ese, que quiere quedar más tarado de lo que está – apoyó los comprimidos sobre la mesa. - Estaban detrás de un azulejo flojo en un agujero de la pared. Con los movimientos de esta mañana empezaron a saltar – frotó una mano contra la otra para quitarse el polvo. -Ahora doc, escucheme: pobre tipo, pero yo ni pienso andar abriéndole la boca, ni esperar una hora hasta que trague, ya bastante las veintitrés pastillas que tengo que darles a cada uno. Si no las toma, que se joda…. Querrá un poco´e baile….. Las únicas sacudidas que puede tener…..- y se alejó riéndose de su propia ocurrencia. La afasia de Porlomeno era severa; distinguir entre la enorme cantidad de píldoras que recibía cada día (como cualquier paciente en la sala de tuberculosis) cuáles eran las anticonvulsivantes, luego apartarlas del resto y esconderlas, presentaba una dificultad cercana a lo imposible para su cerebro. Ni siquiera una idea antojadiza y de explicación psicopática, supersticiosa o incierta que lo hiciera creer que no debía recibir esa pastilla podría ocasionar una acción razonada, compleja, tramposa y mantenida en el tiempo. Tampoco había motivos comprensibles, ni forma para que recibiera ayuda de otro internado o de algún enfermero, en una meta tan perjudicial para su condición. Él, ya despierto y recuperado de la convulsión, exasperaba con sus respuestas incongruentes e ignorantes de todo. Lo único que se conseguía ante las reiteradas preguntas era lograr un “porlomeno” igual de eufórico, igual de infantil, pero asustado y lloroso si se le mencionaba lo ocurrido. Casi anocheciendo volvió Licastro con la tomografía, era normal, no había lesiones encefálicas. Estaba inquieto; volver a ver el mundo exterior le había suspendido su calma habitual. Pareció aliviado vuelto a acostar en su cama siamesa, pero, al menos me pareció -aún sin saber lo que después sabría- que esa sombra en su expresión de los últimos tiempos ya no iba a abandonarlo. Por lo que supe, Licastro sufrió una muerte repentina cuarenta días después de ese domingo. No hubo más convulsiones para Porlomeno ni descompensaciones para Licastro. Lo ocurrido aquel día, que suspendió por un rato la somnolencia del domingo, fue dejado de lado por otros hechos siempre agitados, siempre requiriendo de rápidas intervenciones, siempre diferentes pero no tanto. Algunas noches me asaltaban las sospechas y me asomaba disimuladamente a la sala buscando descifrar actitudes, miradas y hasta posturas que revelaran alguna conexión entre ellos dos y lo sucedido aquel domingo. Ambos seguían compartiendo el insomnio apenas percibiéndose el uno al otro, silenciosos y casi inmóviles. Volvía agotado, perseguido por temores inefables; con la angustia de notar las primeras conjeturas equivocadas, los primeros olvidos que rellenaba con la torpeza y transparencia de un recién iniciado, una muestra de lo que se convertiría mi vida en el futuro. Me fue posible trasladarme a otro pabellón, un sector olvidado de esa aldea de habitantes en tránsito, gladiadores ojerosos, leones desdentados y emperadores con pereza, que ni siquiera ambicionaban una tiranía modesta para imponer entre sus dóciles súbditos. En esos tiempos tenía la esperanza de que un horario diurno, comidas ordenadas y poco trabajo, harían de mi infierno un mal recuerdo del que obtener enseñanzas, como nos engañamos frecuentemente para pasar lo mejor posible un tiempo de adversidad. Resulta aniquilador tolerar un sufrimiento inútil y lo ornamentamos con recompensas ulteriores, condiciones ya determinadas de antemano cuya justificación descubriremos en el futuro y nos otorgará la paz y la cordura de la comprensión. Pero ahora sé que no hay qué comprender y en ese vacío resuenan débiles y sin propósito los ecos de esta historia. A los pocos días de mi traslado, cuando me retiraba por uno de los portones traseros – empleado principalmente por vehículos que transportaban mercadería y materiales para el hospital - y que daba a un callejón tranquilo; me llamó la atención un camión estacionado enfrente, pintado de colores chillones. Promocionaba un circo cuya carpa se anunciaba en un terreno por debajo de la autopista. Más llamativo que el vehículo era la hilera de enanos -tres o cuatro hombres y dos mujeres, una de ellas cargando un bebé en los brazos- parados uno al lado del otro delante del camión. Estaban vestidos de calle y charlaban animadamente mirando hacia el portón del hospital. - Doctor, estoy de alta – un hombre me tocó el hombro y sin darme tiempo a darme vuelta me abrazó. Era un paciente de la otra sala, Aleusi Mario o Carlos, alto, de aspecto atlético y músculos marcados que hablaba lo indispensable y prácticamente con la boca cerrada porque le faltaban casi todos los dientes. Esa tarde la alegría le hizo perder el pudor, gesticulaba y charlaba abriendo mucho la boca sin avergonzarse de sus encías desnudas. - Me vinieron a buscar mis compañeros, vio doctor? Igual el patrón me dio descanso hasta el domingo, son las últimas funciones porque nos vamos de gira a la costa. -Ehhh- saludaba agitando el brazo- Ahora puede decirles que no contagio, que ya estoy curado, que puedo tomar mate con cualquiera- Le pregunté qué hacía en el circo: - Equilibrista, ese que maneja es mi compañero – me dijo señalando al conductor del camión- él me enseñó el oficio cuando murió mi vieja y quedé solo… hace diez años que estoy, ya. -Pucha, ¡Cómo lo hicieron calentar a Licastro estos guachos¡ - me señalaba a los enanos de enfrente que saltaban y bailaban con falsa torpeza a modo de saludo de bienvenida - se murió anteayer ¿se enteró usted?.....Pobrecito - Le pregunté si alguna vez habían estado en el hospital. - Sí, vinieron un sábado a la noche, de contrabando se metieron como a las dos de la mañana, los tres que ve ahí, trajeron chupi, y cómo alguien les dijo que Licastro hacía los cuernos y los trataba de mufas, lo fueron a joder. Ahí Licastro se descompuso, se piró, ¿se acuerda que le agarró un ataque? -¿Quién les dijo?- pregunté con un hilo de voz. - Mnnn, no sé, no me acuerdo, estaba Porlomeno; bue, pero ése ¡Qué les va a decir¡ ….Es que Licastro era muy cabulero…. después me dio pena, se puso tan mal, enloquecido ¡No lo podíamos frenar¡ Entonces ellos se asustaron y se escaparon por la ventana. - Mire- bajó el tono de voz- por algo me lo encuentro a usted en este momento, Porque quedó mal, muy mal desde ese día. …Yo le quise decir a usted cuando le hicieron de todo por las alucinaciones…. pero me dio miedo, qué se yo, yo no tengo un mango para el tratamiento, y ellos vinieron a verme de contrabando, a veces son medio pesados vio, pero son buena gente y nosotros somos todos familia… Se quedó cabizbajo mirando el piso; del lado de enfrente estaban todos callados, suspendidos los saltos y los festejos, no porque hubieran escuchado y estuvieran apenados por la suerte de Licastro; sino porque al ver la expresión agobiada de Aleusi temieron que yo le hubiera dado una mala noticia sobre su salud a último momento. -Andá, no los hagas esperar, cuidate- le di una palmada en la espalda y lo empujé a que cruzara. - ¡ No contagio, maricones ¡ - les gritó mientras corría hacia ellos y reiniciaban todos el número de saltos, aplausos rítmicos y gritos onomatopéyicos. Me alejé por la calle menos concurrida que encontré. Luego de dar vueltas durante horas volví al hospital. En la cama que fue de Licastro, un paciente dormido interrumpió su sopor para toser y escupir en un frasquito que tenía al lado. Porlomeno no estaba en su cama, había sido trasladado el día anterior a un hospital de rehabilitación; finalizado su tratamiento, no tenía quién se hiciese cargo de él. Me alivió no haber encontrado lo que en un impulso había ido a buscar al hospital. Imaginé que la expresión pusilánime de Porlomeno y sus falsos intentos para hacerse entender me habrían hecho reaccionar con violencia, despertando comentarios que podrían perjudicar mi carrera. Regresé a casa mareado y me recosté con la ropa puesta. Durante la noche se alternaron una aturdida vigilia de ensueño y un dormir vívido con destellos de lucidez, que hilvanaban torpes y dejando puntadas sin dar, los momentos que llegaron a mí de esta historia. Quizás mi enfermedad, aún sin descripción clínica consensuada ni mecanismo fisiopatológico conocido, me llevó a encontrar asociaciones entre la ausencia de Licastro -confinado a una cama sin alternativa- en el preciso momento en que una mujer perturbadora aparecía en la búsqueda de algún recuerdo, actor o hacedor de su pasado; la inducida convulsión de Porlomeno que mantuvo ocupado al personal durante esa mañana y truncó la posibilidad de preguntas entre la visitante y los presentes. En los tiempos que corren un hombre de ciencia en su sano juicio no podría considerar la creación de una máquina del tiempo tal como la conocemos, una fórmula alquímica o un elixir de la juventud eterna. Tal vez, a una escala mucho más pequeña, mi obsesión por encadenar estos hechos - probablemente aislados y azarosos en la realidad- era la forma de permitirle a una inteligencia con pocos recursos simular vuelo; a un espíritu abúlico y vacío experimentar sensaciones; y tratar de retener a la cordura que se escapaba de mi lado día tras día. Acaso que Porlomeno comprendiera el corazón de Licastro en esas noches de insomnio silencioso, y su elección de hacerle conservar su dignidad aún a costa de quitarle lo único que lo mantenía vivo; fue mi última apuesta a encontrar algo de mi condición de humano. Mi guardapolvo está lleno de manchas, temo llevarlo a la lavandería porque no recuerdo si eso es lo que hago todos los días al salir del pabellón. Voy a intentar cambiarlo por otro que encuentre colgado, aunque también creo que eso ya lo he hecho varias veces, porque éste me sobra de mangas y el primer botón está apenas por encima del ombligo. A pesar de que en el hospital cambian de sereno con frecuencia, siempre levanta la barrera para que yo entre sin dejarme explicarle que trabajo en el lugar y olvidé algo importante en mi armario. Me acomodo en un hueco, al costado de la sala de máquinas. Voy a pasar aquí la noche porque tengo miedo de no acordarme el camino para volver, si duermo en mi casa. Mañana es domingo y estoy de guardia.
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