En este punto, mi lectura crítica se enfrenta a otra suspensión: la textualidad se hace en el encuentro, la diferencia, la contaminación, el deslinde, de formas genéricas más o menos establecidas y reconocibles, pero tensadas en un entramado que las trastorna. La configuración inestable con que se presenta la urdimbre narrativa a la mirada lectora disloca las taxonomías tradicionales de normalización genérica.
Hay marcas propias del diario íntimo como la minuciosa constatación de hechos cotidianos, la localización precisa del momento de la escritura, la intensificación de la subjetividad de la voz narrativa que se limita a un ámbito interior.
La escritura del diario se despliega encubierta, secuestrada a la mirada del otro; un diario exhibe desaforadamente un estadio narcisista fundado en la mostración de su propia producción; refleja desnudando, enmascarando en la letra una constante relación de los linajes, las genealogías literarias. La mano que escribe y el ojo que lee se confunden en un acontecimiento sincrónico, exponiendo la escenografía de una figuración íntima. En Leer levantando la cabeza las zonas de la escritura que participan de los rasgos del diario se desplazan para mostrarse, es decir para incluir una otredad que lo lea, esa otredad no es un simple observador sino un copartícipe, involucrado en todas las modulaciones del secreto de una subjetividad dispersa; esa otredad es, en primer término, la de una lectora, que no puede afiliarse simplemente a la que ha escrito y se detiene para leer, sino una otra que puede ser considerada como una intérprete que ha sido alcanzada por la perturbación de un envío que ha cambiado de destinatario:
Leo la novela de una sentada. Como ocurre cuando me embarco en esta clase de lectura, al atravesar el punto final, la mirada, en el regreso a la realidad, al universo que me rodea, está cargada de extrañeza.
Por empezar, al levantar la vista enfrento la inmensidad del mar (y evoco nuevamente a Barthes, creo que lo evocaré demasiadas veces y espero no agotarlo en mi insistencia). El mar es un horizonte que no deja de asombrarme.
También son frecuentes los procedimientos propios de las memorias, género en el que se impone la exigencia de una exposición más amplia de la realidad y la de los otros partícipes, más allá de que se haga en función de voz narrativa asume el relato como un escrutinio de su pasado:
Vagos recuerdos de haberla leído cuando era chica. Los Galgos y El país del humo, ambos de mi madre, forman parte hoy de mi biblioteca. Libros que llegaron junto a otros heredados y atesorados, como la obra –nunca investigué si completa– de Graham Greene, que ocupaba el estante central de la biblioteca blanca de la casa donde crecí.
La forma genérica del ensayo se disemina por todo el texto de Otsubo, en tanto que una escritura que se desarrolla sin responder a una estructuración establecida, que se presenta como una exposición argumentativa que no excluye las digresiones y no presupone una pretensión de exhaustividad:
La recurrencia a ciertos temas que, como la punta de un iceberg, asoman en la narrativa poética del escritor, de la escritora es, a veces, involuntaria, incluso para el propio autor. Como el trazo del pincel sobre la tela, la mano se dirige, misteriosamente, hacia un algo, procurando retener con palabras la imagen, el sentimiento, la emoción, la idea.
Más adelante, por la lectura de los otros o por el propio camino de madurez sobre el continuo desplegarse de la letra, se van advirtiendo esas marcas, las recurrencias (prefiero más esta palabra que obsesiones) con las que el escritor ha ido construyendo su narrativa.
El detalle minucioso de los rasgos genéricos que se marcan y demarcan en Leer levantando la cabeza no es el objetivo de estas líneas, pero sí se impone la exigencia de un señalamiento preciso de su importancia constructiva. Hay capítulos que participan del microrrelato ficcional, de las memorias, del ensayo, del cuaderno de bitácora de la escritora –la enumeración no pretende ser exhaustiva- entregándose a la mirada lectora en perpetua mutación. La escritura de Otsubo perturba la pertinencia de las demarcaciones genéricas porque la textualidad que va urdiendo debilita la nitidez de su funcionamiento. No es que se produzcan corrimientos de límites, las constantes recurrencias hacen ostensible que la impronta prescriptiva de los géneros ha quedado suspendida en su valor de legalización del sentido textual. En cada itinerario de lectura se producen posibles simultáneos y sucesivos sin que esa paradoja cancele alternativas, sino que más bien las potencia. La liquidación de los modelos y de las prescripciones genéricas aparece como una condición de posibilidad de emergencia del texto.
Una cartografía posible de Leer levantando la cabeza se configura como una dramatización que pluraliza lo que es un yo, voz de la escritura, y a la vez un yo sujeto de la representación de la lectora, que en ese pasaje, a la manera de una cinta de Moebius, aparece implicada como una otra de la anterior, distribuyendo roles en un escenario y, de ese modo, se disponen las diferentes instancias con que cada una se confabula con la otra.
Un motivo reaparece insistentemente en el hacerse texto de la letra escrita: se narran las variadas peripecias de las escenas de lectura; por lo tanto, no sería arriesgado referirme a la imagen de un escenario con todos sus compartimentos y adyacencias: decorado, tramoyas, proscenio, apuntadores, iluminación, telones, bambalinas, para intentar caracterizar esa puesta en movimiento del proceso narrativo; un escenario en el que se representa un yo que escribe las lecturas, se multiplica y convierte en actriz-narradora, que es la misma y la otra, exigiendo simultáneamente un yo espectadora-lectora comprometida y representada.
Llueve en Imbassaí. Por momentos a la lluvia se le suman el viento arremetiendo contra los ventanales y el quejido del mar. Ese mar que avanza sobre la playa con olas remotas y abundantes, desplegándose desde el horizonte. Un horizonte que, incluso, se disuelve en la bruma fantasmal confundiéndose con el cielo gris.
“Mientras escribo, Thaís está sentada a mi lado dibujando”.
Así hubiera podido comenzar esta crónica, que en realidad es un imposible. Junto a Thaís no puedo hacer otra cosa que jugar, saltar, estar en movimiento. Junto a ella no podría estar escribiendo, menos aun con el universo abierto de la computadora frente a sus ojos.
Así que voy pensando en mi escritura mientras la espío.
Un relato de la memoria como cifra del pasado que se construye y descifra en la escena presente de una lectura comprendida en el teatro de la escritura dramatizada en el texto como un más acá del futuro.
Ficción de escena compartimentada, que una vez que va configurando el espacio que el texto da a leer como viaje interior inscripto en la letra, forja la dramatización de la lectura y la re-lectura como otro pliegue de la textualización, transformando y deslizando el estatuto de la escritura en todos los niveles.
Otsubo una y otra vez regresa al momento primordial y agónico de comienzo de la escritura. Reescribe la escena del origen, reescribe el aparecer en la letra de una otra, lo que supone la mostración del valor distintivo de ese proceso: un texto que se constituye jugando a establecer y borrar las diferencias entre la posición de enunciación y los enunciados producidos y a través de una práctica de construcción/desconstrucción, entrelaza, teje, trama, las dos dimensiones para hacerlas proliferar. Se trata de una articulación coral apoyada en una sola relatora que maneja la instancia codificadora y decodificadora conjuntamente, depositando y propagando su vacilación retórica en una fingida sucesión lineal, que se irradia en puntos de fuga.
Así como las palabras que se eligen desechando otras, que no por eso dejaran de existir o tener valor.
Así también como los caminos que se toman, que no hacen desaparecer los otros.
Así en este relato, elijo desde donde mirar, para situarme entonces en ese movimiento de la Virgen y en su deseo.
Observo al hombre, un negro desnudo que no puede negarse a sus pedidos, convirtiéndose tan solo en un instrumento. Como sus manos sirvieron para matar al “bruto blanco” (que asesinó a su Hijo, dice la Virgen), ahora ellas se entregan para satisfacer a la mujer.
El motivo de la ventana en conjunción con el efecto metafórico del umbral funciona como una puesta en abismo de Leer levantando la cabeza, en particular por la heterogeneidad genérica, la reaparición de motivos, la tensión con la alteridad y el ritmo de la espacialización con que se escanden las secuencias. La narración se va extendiendo como una suma explícita de restos tramados, en la que la tensión estructural entre el enunciado y lo anunciado, es decir, entre lo que la escritura asume como proceso en curso, por una parte, y la enunciación representada, por otra. El relato se constituye como una textualidad anterior, injertada en un escenario en el que se está representando la emergencia y escisión de un sujeto que escribe sus lecturas para ser otra, para inventarse o ser inventada.
Pienso que las fotografías son nuestras “ventanas” al pasado y al recupero de la memoria.
La renovada lectura me permitía superar el primer sentimiento de melancolía –provocado por el contraste entre esos tiempos “de esplendor cultural” y nuestro desangelado presente– para fijar la mirada en ella, la única mujer, vestida de sirena, reina y dueña total de la situación.
En Leer levantando la cabeza aparece intersticios, sutiles fisuras en un decorado inexistente que separa el escenario de los lectores; se presenta como una puesta en abismo de la escena narrativa, una escritura que, en tanto participa de la generación de su trazado, propone una poética de su propio origen. La lectora que escribe y el texto que va produciendo, por lo tanto, no alcanzan nunca un grado de estabilidad. Su especificidad es especulativa, es decir: no se deja atrapar en ninguna asignación de identidad, todo intento de fijación se desconstruye por la propia dinámica textual.
En Leer levantando la cabeza las fechas no conforman una serie lineal y sucesiva, no se instalan en una trayectoria, al estar dichas todas en enunciados presentes, son figuradas en una planicie, quedan emparentadas con un movimiento de desmontaje de la ley del género, perturban su legalidad porque reniegan de su función indicial de una referencia anterior y, diría por comodidad aunque erróneamente, externa. Se deslindan de los protocolos de lectura de los géneros autobiográficos.
Pero ese deslinde de las fechas que opera la escritura de Otsubo, esa retirada de la función referencial enviada hacia afuera no borra sino que amplifica la datación textual. Leo la fecha como un incisión que el texto presenta (la elección de la inflexión verbal es sintáctica y semánticamente deliberada) en el cuerpo de la escritura como si fuera una herida abierta hacia el pasado o hacia la consistencia de la rememoración. Leer levantando la cabeza hace presente sus marcas en el cuerpo de la escritura, muestra sus heridas en sus fechas.
La práctica cervantina amplificada por Borges de hacer ficción de la lectura (una materia prima con apariencia de producto terminado), tiene en María Claudia Otsubo una continuadora de esa tradición. Con un enfoque diferente al de Cervantes, quien prefirió no enredarse en al submundo sedentario de las lecturas críticas, y tomando cierta distancia de Borges, aceptó el desafío de ficcionalizar a los escritores en el marco de viajes de ficción por las rutas imaginarias de una lectora.
Otsubo le da a sus lecturas el máximo espacio de proliferación para que de cada una parta, como un barco hacia altamar, una idea de relatos en formación, transitoria y fugitiva. En sus crónicas de sí misma, la lectura es la literatura, y su forma es la de las intuiciones escritas, asediadas por la memoria personal y una licencia para imaginar combinaciones que tanto digitan la razón como el delirio. No hay viaje más profundo ni aventura más incierta que la del acto de leer, la gran aventura de la inquietud sedentaria.
Otsubo desata sus relatos rozando asuntos de una manera sensual tanto para argumentar como para dejar caer rastros, de un modo cotidiano surgen el dato inesperado, la asociación nueva y la iluminación de asuntos personales
Nombrar a Cixius, Bejamin o Jitrik, por ejemplo, es un riesgo que asume sin temblor. Pero María Claudia como avanzando a ciegas por una carretera atiborrada de tránsitos se fija en las zonas marginales de la obra que está leyendo y la remite a su memoria personal.
El arte de Otsubo consiste en negarse a entrar a las lecturas por las puertas abiertas por múltiples guías, ni el de recorrer las grandes superficies gastadas por maratones de hermeneutas que se codean para llegar primero a la misma meta. Prefiere, como Henri Bergson, que la lectura sea una "experiencia de adivinación" a cambio de que esa adivinación sea la de una realidad arcana a la que la lectura está todavía por llegar.
Otsubo lleva a cabo una labor propia de un detective turbado por la exigencia de desentrañar los recovecos de la sensibilidad a la que llegan las palabras que recorren sus ojos. Hay también instancias en que la lectora lee para salvarse, que busca y encuentra en un texto el sentido de sus búsquedas, temples de ánimo o agobios. La lectura es así una fuente en la que quiere encontrar sentido a su vida, es decir, hallar en la lectura una razón para la construcción de sus proyectos vitales. Esta cronista es sin embargo una lectora que bien se podría llamar de elite, alusión que incomodaría a Otsubo. En efecto, ese tipo de lectora es, básicamente, en mi opinión, la que tiene en la escritura creativa su oficio por excelencia. Asimismo el ojo, afinado que con un inusual estrabismo escribe lo que va leyendo exponiendo la forma cómo está urdida la trama de las crónicas que se despliega con su propia escritura. Como creadora, en esencia, por eso, no tiene, ni aceptaría tenerlo, un patrón modélico para su talento de bordadora. Otsubo es, en todo caso, una especie de ilusionista que al atraer la atención sobre la figura de esa lectora la alude sin cesar, la que dispone de una vasta sensualidad imaginaria para recorrer los transitados senderos del mundo literario y descubrir nuevos itinerarios para su escritura. La nombro como ilusionista porque lo que surge en la superficie de la letra deja asomar una modalidad de la escritura que finge esconder lo que exhibe desembozadamente.
Es decir, la conjetura que articula esta aproximación es que en las crónicas de mi misma a diferencia de las formas discursivas del espacio autobiográfico, hay una potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la memoria; y que es esto justamente lo que permite la entrada de la ficcionalización en el relato de la propia vida.
La voz narrativa, la cronista, levanta las censuras que presenta la memoria y pone en funcionamiento una trayectoria íntima que desborda la subjetividad. A partir de esa estrategia, crea una lengua propia y un registro genérico para contar escenas de una vida centrada en la lectura. Las crónicas sacuden la noción misma de la identidad personal que funda la escritura del yo cuando pone en evidencia su carácter inasible.
Las crónicas se extienden como un entretejido de deslindes genéricos y en una primera lectura pueden aparecer como la invención literaria de una existencia, la invención de un yo, es decir, hacer del yo un elemento literario, un sujeto imaginario. Sin embargo, entiendo que en el proceso de la escritura de Otsubo se trata justamente de lo inverso: su existencia se hace ficción porque se expone a lo desconocido. Esa existencia no se convierte en imaginaria, sino que se trata de una exposición ficticia sobre el carácter real de su existencia. Narración de un pase de ilusionista tan sutil y sensual que convierte al lector en cómplice de su tenue seducción.
Las crónicas de sí misma que van deshilando los viajes de lectura de María Claudia Otsubo encuentran en el borde de la página un muelle en el que recostarse; se dejan mecer levemente sobre el blanco, el ojo del lector los acaricia antes que la mirada los lea, el cuerpo de la letra es una incisión en la piel blanca de la hoja que se pliega y se despliega tendiendo a una perspectiva cribada por puntos de fuga. La voz se apaga, cuando la mano se desliza y deja la línea lanzada en el cuerpo de la letra que insiste en decirse siempre otra cada vez.
Los fragmentos en su ilación rapsódica desorganizan la insistencia de la imitación de lo mismo, el lector, que muta en voyeur, ya no puede elegir su lugar en ese muelle, ese tan apacible refugio que ha ocupado hasta hace apenas un instante; ya instalado en cada recorrido asiste al pase de prestidigitación por el que han desaparecido los cómodos guías, los críticos/acomodadores se han esfumado, mientras el texto se niega a hacerse solo. El muelle en todo caso no se deja constituir solo en el afuera, se sitúa en un lugar en que se podría tener que re-escribir con el ojo que espía y la mirada que lee lo que desde siempre le ha aparecido dado, es decir pasado, donde apenas habría que reconocer lo ya escrito. El lector teniendo que componer la escena, se pone en escena y suelta amarras. La letra marca el ojo y a partir de entonces se inscribe en su cuerpo, que es repuesto en escena por el vaivén de las mareas que mueven las palabras.
En la imposibilidad de tener que revisar lo leído para hacerlo pertenecer a alguna tipología anterior a la palabra leída y recién entonces reconocerla como eco, el lector debe penetrar en el texto, abriendo aquí, situando la estatura de su vuelo imaginativo, mostrando la composición de su postura, las resonancias son superficies vueltas al revés, el lector escribe, la mirada distante e inminente afronta el sentido.
De ese modo, en esas entretelas, trascurren las crónicas de sí misma de Leer levantando la cabeza en una constelación que exhibe aquello que puede hacerse con los textos y, al mismo tiempo, trama la red inasible e incalculable que se tiende entre la mirada lectora y el trazo perenne de la escritura. Ansiada confabulación que excede la propuesta, la desborda en las páginas de un libro que deja intuir largos recorridos en un tiempo enriquecido por la sensualidad, el pensamiento y el deseo de entrega por ese territorio de infinitudes tan arcanas como intensas que solemos llamar literatura. El arte de María Claudia Otsubo consiste en trasladar al lector de sus crónicas de lecturas a un punto fronterizo en el que el pensar y el imaginar figuran la disolución de su diferencia, haciéndolo partícipe de sus pases lúdicos de tenue ilusionista.
Buenos Aires, Coghlan, julio de 2022.
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Literatura latinoamericana
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