En Para una tumba sin nombre —intitulada Una tumba sin nombre en su primera publicación de 1958— una lectura crítica puede articularse sobre la recurrencia de la palabra “chivo” en el texto.[1] Expresada por distintas voces, la palabra se inscribe sobre distintos sintagmas en relación con sus elementos cercanos —“un chivo viejo” (Onetti, 1980: 71), “apariencia de chivo” (Ibíd.: 99), “Rita y el chivo” (Ibíd.: 85), “Que los ayude el chivo” (Ibíd.: 75)— a la vez que se asocia paradigmáticamente con sus variantes —cabrón, cabrito. Sobre estos registros hay siempre una voz que se apropia de la palabra “chivo” para convertirla en su relato en un animal arrastrado de un lado al otro —“el chivo que resbalaba en los escalones” (Ibíd.: 87)—, objeto de juicios —“el chivo inmundo” (Ibíd.: 139)— y de ideas —“el detalle del chivo” (Ibíd.: 119). A través del análisis de la palabra “chivo” como motivo en la novela, leo una obsesión textual por la palabra. Los narradores despliegan sus relatos haciendo énfasis en un enigma: la presencia del chivo que desean pero no logran descifrar. El texto opera sobre el chivo —y el chivo opera sobre el texto— encontrando en él el pretexto para movilizarse, para narrarse. De este modo, el lector de Para una tumba sin nombre puede seguir la propuesta obsesiva del texto y trabajar sobre ésta posibles interpretaciones del extraño chivo. Considerando, entonces, al lector crítico al que apela la literatura de Onetti, este trabajo asume dicha propuesta entrecruzando las distintas apariciones de la palabra “chivo” en la novela.
En el texto la exégesis del chivo se multiplica y diversifica: las distintas voces lo enuncian como un animal maloliente que despierta piedad, como un hijo adoptado al cual mantener, como agregado en un cuento para reforzar su credibilidad, como presencia anormal en un cementerio. En la proliferación de sentidos de la palabra “chivo” se encuentra su motivación: la imposibilidad de nombrar un sentido único y unidireccional que resuelva el enigma. Sobre esta imposibilidad se inscribe la posibilidad de existencia de la novela y su despliegue en las distintas versiones que nombran al chivo. Siguiendo esta propuesta analítica, el chivo presenta y representa al texto como un flujo: en los movimientos de la escritura y la incesante operación de lectura, el chivo se desplaza por la novela rechazando los sentidos inamovibles. Cuando sostengo que el chivo presenta y representa el texto, leo que el chivo es la excusa para narrar el chivo; es decir, es tanto lo que desencadena la acción de narrar como lo que la narración cuenta. De este modo, el trabajo textual considerará distintas presentaciones o representaciones del chivo que señalan los procedimientos y materiales narrativos expuestos en la economía de la novela. En última instancia, el chivo es símbolo de la invención narrativa donde prevalece el narrar por sí mismo, característico de la narrativa onettiana.
El chivo como quiebre en la repetición y la eliminación del referente.
“Además hay un chivo” (Ibíd.: 71): en la historia que Caseros le cuenta a Díaz Grey ese agregado es lo que provoca la movilización del médico al cementerio. El nosotros mayestático del inicio de la narración que postula un saber de los notables, el de los entierros que se repiten, descubre en el chivo una diferencia en la repetición: “pero esto no lo sabíamos; este entierro, esta manera de enterrar” (Ibíd.: 69).[2] Entonces, hay una repetición pero también hay una diferencia, lo que produce un desplazamiento: la extrañeza que presenta la aparición del chivo desencadena la narración. En el siguiente capítulo aparece otra vez la muerte como repetición pero ésta vez es el chivo, ese insólito suplemento, el que es enterrado. Con la excusa de avisarle de la muerte del chivo —“se lo debía y vine” (Ibíd.: 81)—, Jorge Malabia visita a Díaz Grey y le cuenta su versión de la historia, no sin antes aclarar: “no era más que un animal y lo mismo daba que estuviera muerto o vivo” (Ibíd.). La muerte del chivo como gesto textual puede entrar en relación con otras operaciones sobre el cuerpo del chivo en su descripción inicial. Cuando Díaz Grey ve por primera vez al chivo junto a Jorge Malabia, lo distingue a través de una nube de polvo, por lo que su visión se ve distorsionada:
Luego, solidificada por el sol, trepando flojamente, parda y dorada, la nube de polvo. Y en seguida después de su muerte, inmediatamente después que la luz sin prisas volvió a ocupar la zona de tierra removida, los vi a ellos, medí su enfermiza aproximación, vi las dos nubecillas que se alzaban, renovándose, para ponerles fondo, independientes, sin unirse (Ibíd.: 73).
A esta presentación parcial del chivo se le agrega su imperfecto corporal —“Rengo y con baba en la barba, con una pata entablillada” (Ibíd.: 75)— y una respiración que el narrador asocia con una irregularidad mecánica —“Oí después el jadeo del animal, incesante, isócrono, como un desperfecto del motor del auto” (Ibíd.: 78). En estas caracterizaciones interpreto una búsqueda de corromper al chivo como referente externo donde la anulación máxima, su muerte, refuerza su posibilidad narrativa. Como crítica a la convención realista que busca legitimarse sobre una entidad fuera de la narración, el chivo sólo importa como excusa para narrar y es mediante este gesto que el cuerpo del chivo se desvaloriza. Es decir, puesto que, como sostiene Malabia, da lo mismo si está vivo o muerto, el chivo sólo tiene valor en su funcionalidad textual y su muerte no es causa sino efecto de ser intrínsicamente procedimiento literario y no referente externo. La aparición del chivo es irrupción en la repetición, el elemento extraño necesario pera narrar la excepción, lo no conocido, y una vez que su presencia ha instaurado el desconcierto que se precipita en la búsqueda del significado por las distintas voces, el animal fallece para dejar paso a lo que queda de él: su función narrativa.
El chivo como el contar y lo que cuenta.
“Tenemos al chivo y deduzco que es lo más importante” (Ibíd.: 99): Díaz Grey saca ésa conclusión de la narración de Jorge Malabia, como si éste no hubiese estado contando a lo largo de su relato otra cosa más que el animal (y la mujer: aparentemente, de ella se trata el asunto, pero el chivo siempre aparece en conjunción para resaltar y quitarle protagonismo): “No hemos avanzado un paso, un día. La mujer y el chivo.” (Ibíd.: 95). A través de ese conocimiento el médico construirá su versión de la historia en el capítulo siguiente. El cierre del capítulo III reafirma, de este modo, la prevalencia del chivo ante todo, dedicándole sus párrafos finales:
El chivo siguiéndola con protesta por calles retorcidas y nocturnas, más grande que ella, deliberadamente majestuoso y despectivo (…) Enorme y quieto, blanco sucio, creciendo a cada minuto, desinteresado de la gente y sus problemas, hediendo porque sí. El cabrón, que es lo que cuenta (Ibíd.: 114).
El énfasis en el chivo se disemina por toda la novela. En lo que Josefina Ludmer considera la matriz del relato[3], el cuento de Rita tiene como elemento de credibilidad al chivo: “¿Quién puede dejar de creer si ve el chivo?” (Ibíd.: 111). El chivo es un detalle anecdótico que hace al relato verosímil pero que, al mismo tiempo, en su evidente particularidad, produce un exceso de verosimilitud, lo que lo traslada del lugar marginal de lo anecdótico al centro de la atención narrativa. Esta operación inicial de la matriz de la novela que destaca al chivo es apropiada por los distintos narradores que imprimen sobre él su propia versión del relato en un acto que, como sostiene Ludmer, constituye una operación propiamente onettiana:
El texto puede leerse como una suerte de gesto teórico que ilumina toda la producción de Onetti en la medida en que pone el acento en la invención, el narrar, la ficción, el computar, calcular, numerar acontecimientos, y donde estalla este simple hecho verbal: lo que cuenta es el contar (1977: 305).
Si “el chivo es lo que cuenta” y “lo que cuenta es el contar”, entonces el chivo es tanto lo que (se) cuenta como el contar. Como se mencionó anteriormente, el chivo es la excusa para contar el chivo, es procedimiento narrativo y materia narrada. Asimismo, el exceso de verosimilitud que supone la presencia del chivo lo exhibe como procedimiento —considerando el exceso como un gesto parodiante— y el relato queda expuesto como tal, en su condición de narración misma.
El chivo como enigma y como materia narrada.
“—Podemos meter al animal en el asiento de atrás —contesté—. Podemos ir hasta mi casa y tratar de adivinar qué tiene en la pata y cuánto tiempo le queda para vivir. Es raro que me equivoque. No pienso hacer nada; nada que merezca ser preguntado en ese tono” (1980: 77). La propuesta de Díaz Grey lo posiciona en un lugar de conocimiento ambiguo, donde su saber medicinal en vez de diagnosticar puede adivinar; como el narrador de Los adioses, su capacidad adivinatoria no se sostiene por síntomas o hechos fácticos sino por la propia construcción ficcional.[4] En este sentido, a la pregunta de Jorge Malabia, “¿Qué piensa hacer ahora?” (Ibíd.: 77), Díaz Grey contesta afirmando que lo que hará no es, justamente, hacer algo, sino adivinar algo; su intervención es del orden inventivo y se mueve en la búsqueda de descifrar un enigma. La invitación del médico puede leerse no como un intento de curarle la pata al animal, sino de crear las condiciones posibles para cederle la voz a Jorge Malabia y empezar a reconstruir una historia alrededor de la enigmática inclusión del chivo. Esto sucederá, como ya se ha analizado, una vez que el chivo muera y Malabia vuelva a la casa del médico para contar su versión.[5]
Jorge Malabia, desde el principio, instaura la parcialidad de su versión —“Nunca vi verdaderamente la historia completa” (Ibíd.: 82)— estableciendo puntos de acercamiento y alejamiento entre él y los acontecimientos de la historia. Inicialmente, en su versión, ni Tito ni él habían visto a Rita con el chivo en la estación de Constitución —“no sólo no nos dimos cuenta de lo que ella significaba (…) sino que ni siquiera la vimos” (Ibíd.: 84)—; se enteraron de su historia mientras estaban en Santa María. El relato comienza, entonces, en un lugar ficticio y antes de él no hay existencia de la mujer y del chivo. El relato es introducido por Godoy, el comisionista intermediario entre Jorge y Tito, Rita y el chivo. La narración de Godoy es narrada por Jorge Malabia —comillas dentro de comillas, el relato de Jorge se inscribe sobre el de Díaz Grey— cuando en realidad tampoco es oída por Malabia de primera mano: “Uno de los muchachos repitió el relato de Godoy” (Ibíd.: 92). Rita y el chivo cuentan un cuento que escucha Godoy y que éste cuenta en Santa María, que después es contado por un muchacho y oída por Jorge y Tito, que luego Jorge le cuenta a Díaz Grey: la puesta en abismo de la narración trabaja sobre una materia narrada que se persigue a través de distintos relatos y que se modifica cuando es apropiada por las distintas versiones. Malabia resiente la intermediación de Godoy que le llega diferida porque una parte de la historia, Rita, le pertenecía con anterioridad, y sobre éste motivo Jorge crea un secreto:
Rabiosos y humillados porque él había puesto, antes que nosotros, las puercas manos, la puerca voz en la historia de Rita y el chivo. Más adelante esto dejó de importarnos porque la historia de él era otra, mentirosa, ya que era indigno de la verdad y el secreto (Ibíd.: 85).
En este movimiento, Malabia intenta apropiarse de la historia, aunque su participación en la misma se corre hacia la pasividad, la no intervención. Jorge le señala a Díaz Grey que a pesar de que la historia era suya, “prefirió que la investigación, el acercamiento, lo intentara Tito” (Ibíd.: 93): para apropiarse narrativamente del relato, Malabia se aleja de la experiencia y tirado en su cama, reflexionando, descubre que Rita le pertenece no solamente porque la había visto primero —en un acto de voyeurismo que observa pero no participa—, sino porque su interés está en la posibilidad ficcional que le presenta la historia de Rita y en este punto el chivo reaparece para resaltar ese carácter ficticio: “era mía su historia por lo que tenía de extraño, de dudable, de inventado. El chivo. La complicación, el artificioso perfeccionamiento que agregaba la presencia del chivo” (Ibíd.: 96). En vez de buscar descifrar el enigma, Malabia intenta incluirse en él, poseer la materia narrada en el acto de narrarla conservando su carácter inaprensible y, de este modo, ser parte a través de la narración. Como sostiene Roberto Ferro: “entre el médico y Malabia hay una tensión, mientras que Díaz Grey tiende a unificar los relatos y a develar el enigma, Jorge se propone mantener la verdad de la mentira y, por lo tanto, proteger su versión anterior de la historia de Rita con variaciones” (2011: 319—320). En este sentido, las modificaciones de Jorge en sus diferentes versiones desvían los caminos posibles para descifrar el enigma, mientras que, de forma contraria, la versión de Tito intenta resolverlo rápidamente: “Ella lo hacía con todo el mundo; el chivo y el cuento del viaje no eran más que un pretexto para salvarse si aparecía un vigilante. Era muy distinto que la llevaran presa por hacer el cuento que por levantar hombres” (1980: 135). Díaz Grey escribe su propia versión a través de las otras exhibiendo los elementos que selecciona y construye, de este modo, una metanarración propia de la narrativa policial, donde la materia narrada varias veces versionada, el enigma del chivo, despierta el deseo de búsqueda que justifica el movimiento de escritura y reescritura de la narración del médico: “Se trata de unir esa escena con la del entierro, rellenar los ocho o nueve meses que las separan” (Ibíd.: 101).
El chivo como invención
“Un chivo no nacido de un cabrón sino de una inteligencia humana, de una voluntad artística” (Ibíd.: 98): el capítulo III puede funcionar como expansión de esa frase pronunciada por Malabia y como ejemplo paradigmático de todo el proceder de la novela. Díaz Grey escribe su versión de la historia aportando un elemento fundamental en la reconstrucción del relato que descifra un enigma: el mito del origen. Existe un precursor, un inventor del chivo: Ambrosio. Pero antes de él hay otro precursor sin nombre, o de nombre “precursor”, que crea el cuento de Rita. Ambos son invención de Díaz Grey y tanto Jorge como Tito los aceptan, los incluyen en el verosímil de sus relatos. Invención que propone una invención que se continúa a través de las distintas versiones, comprende que el origen es de por sí ficcional y en el desdoblamiento del precursor que funciona como repetición, no hay un original sino un simulacro.[6] El chivo, entonces, es inventado por un Ambrosio inventado, el cual tiene nacimiento cuando aparece en la vida de Rita, permaneciendo inactivo hasta que la idea del chivo aparece en su mente: “acuclillado, atento, reconociendo con benévolo espíritu crítico lo que había hecho, se dejaba lamer un pulgar por el chivito…” (Ibíd.: 109). El invento-chivo habilita también la aparición de la voz de Rita en la escritura de Díaz Grey; ella le da un nombre al chivo, corrige el “Juan” de Ambrosio por “Jerónimo”, y luego, una vez que Ambrosio desaparece, cumplida su función de precursor, a partir de ese momento el chivo se apodera de su existencia: “su historia fue absorbida por la biografía del chivo” (Ibíd.: 112). En este sentido, el chivo es objeto de invención y posesión pero a la vez actúa sobre los sujetos que lo poseen, subsumiéndolos a su presencia. El chivo aparece recurrentemente en un lugar pasivo: así como “la entrada y permanencia del chivo” (Ibíd.: 103) en la vida de Rita marca dos acciones contiguas inmovilizadas por la nominalización, en los distintos sintagmas en que aparece la palabra “chivo”, el animal se presenta como objeto de la acción —“desató al chivo” (Ibíd.: 79), “protegiendo al chivo” (Ibíd.: 86), “manejando al chivo” (Ibíd.: 100)— o como sujeto de acciones que no son de su voluntad —“El chivo había llegado a la puerta del cementerio” (Ibíd.: 76), “el chivo siguiéndola con protesta” (Ibíd.: 114)—. El chivo es arrastrado de un lado al otro, dependiente de quienes lo manejan y lo nombran, pero su permanencia inventada es la que realmente despliega la narración. El olor del chivo, su enorme tamaño, su vejez, su renguera, marcan todas las voces y sus relatos; la obsesión por el chivo lo encamina por los sintagmas de la invención: para Jorge es “un cabrón de mentira” y un “chivo de juguete”, una “idea—chivo inmóvil” (Ibíd.: 99). De esta forma los sintagmas que incluyen la palabra “chivo” pueden leerse formando un corpus independiente de las voces que lo narran, puesto que el chivo supera la voluntad artística que lo engendra y nombra para desplazarse por el texto. Esta operación no desprecia los contextos en los que se inscribe la palabra “chivo”, sino que comprende que en la invención que desbarata el mito del origen, en su condición intrínsicamente ficticia, se inscriben las infinitas lecturas posibles del chivo y que ninguna versión puede dominar totalmente la extraña presencia del animal: sus sentidos inventados proliferan.
A modo de conclusión: el chivo como símbolo.
Finalmente, valiéndose una vez más de la operación crítica que trabaja sobre el motivo del chivo, puede resultar productivo contrastar la primera y la última mención al chivo en la novela:
Después mencionó al chivo —fue ésa la primera noticia que tuve y podría no haberla oído— (Ibíd.: 69).
Y cuando pasaron bastantes días de reflexión como para que yo dudara también de la existencia del chivo, escribí, en pocas noches, esta historia (Ibíd.: 146).
Sobre ambas se imprime la vacilación y la duda. La primera mención al chivo parece ser oída por elección, una voluntad (artística) decidió prestarle atención a ese agregado posterior imprescindible para la historia. El chivo como irrupción viene a ocupar un vacío narrativo sin el cual sólo habría repetición y sin embargo su participación narrativa debe existencia a la casualidad auditiva —que podría ser también decisión electiva— del relato de Díaz Grey. La siguiente cita considera en la reflexión las voces que transitaron en el texto, las versiones manipuladas por el médico quien expone los materiales con los que hace su narración y quien nuevamente elige poner en duda la existencia del chivo, ese elemento que a priori podría no haber sido considerado. Aquí se puede reconocer, por un lado, la propuesta de la eliminación del referente: la presencia corporal del chivo no hace a la narración que ya ha sido desplegada en sus múltiples variantes. Pero por otro lado, esa puesta en duda funciona como criterio para reconstruir el relato, es la metanarración que recoge las versiones y elige interrogarlas a todas, incluso a la única parte de la historia que el narrador conocía personalmente, la del chivo y el entierro. De este modo, si no hay ninguna verdad que nombre la existencia del chivo, lo que prevalece del chivo es su función literaria.
En este trabajo se ha articulado el motivo del chivo como procedimiento narrativo y como materia narrada, integrando distintos niveles de la estructura narrativa para proponer que en la proliferación de sentidos y funciones de la palabra “chivo” se exhibe la narración por la narración misma. Si la palabra “chivo” presenta las condiciones de posibilidad del relato y a su vez representa el enigma sobre el que se construyen los relatos interpretativos, entonces el chivo deviene símbolo del texto como un flujo, donde la escritura y la lectura operan incesantemente.
[1] En este trabajo todas las citas de la novela pertenecen a la edición: El Pozo, Para una tumba sin nombre, Barcelona, Seix Barral, 1980.
[2] Roberto Ferro en Onetti / La Fundación Imaginada analiza el cambio del nosotros al yo a la luz del procedimiento narrativo que instaura en la ausencia que provoca la muerte la posibilidad del relato: “Esa irrupción que ha provocado un cambio de narrador, es un motivo diacrítico, se sobreimprime sobre un entierro; como en todo relato se produce una reversión: el final es el principio, un cierre se transfigura en apertura” (Ferro, Roberto, Onetti / La Fundación Imaginada, Buenos Aires, Corregidor, 2011, p.310).
[3] “Una mujer de Santa María, en Buenos Aires, en la entrada de una estación, sobre una plaza, cuenta un cuento a los viajeros: viene de, va a alguna parte y necesita dinero para el pasaje. Para que le crean lleva consigo un chivo.” (“Contar el cuento” en Onetti: los procesos de construcción del relato, Buenos Aires, Sudamericana, 1977, p.291).
[4] Cuando dialoga con Caseros, quien le trae la noticia del entierro y el chivo, Díaz Grey supone que éste quiere recibir a cambio un diagnóstico, pero el médico desvía su saber y transmite, en cambio, palabras tranquilizadoras: “No le hablé de cáncer sino de esperanzas” (1980: 71).
“Es raro que me equivoque”: el almacenero de Los adioses también propone una casi inequívoca predicción: “me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado” (Onetti, Juan Carlos, Los adioses en http://es.scribd.com/doc/41753697/Onetti—Juan—Carlos—Los—Adioses, p.1).
[5] No obstante, en la advertencia anterior en el inicio del diálogo entre ambos, donde Díaz Grey sostiene: “No pienso hacer nada; nada que merezca ser preguntado en ese tono”, el médico se posiciona a sí mismo en un lugar de superioridad que debe ser respetado por el joven Malabia, estableciendo de este modo una jerarquía en la relación joven—adulto en la que Díaz Grey ocupa el lugar más alto, lo que lo coloca, transitivamente, en el lugar de control de toda la narración. Es por eso que él cede la voz a Malabia y no a la inversa, el que tiene el poder sobre el hilo narrativo es el médico.
[6] Tomo esta idea de Roberto Ferro: “Este capítulo [el III] es la descripción de una escritura que se narra a sí misma en los itinerarios de su construcción, desbordando los pliegues y revueltas; cifrando el laborioso artificio del origen, aludiendo figurativamente que en el primer principio, que en la creación, hay un relato imaginario, que el comienzo es ya una repetición, no de un ‘original’, sino de un simulacro” (2011: 315).
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