Empezar |
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Hacia mediados del año 2013, gracias a una recomendación de la escritora y periodista Yanina Bouche, me conecté con el Profesor Roberto Ferro. Estaba yo atascado en la escritura de mi primera novela, pues lo anterior había sido poesía y una nouvelle. Se trataba de La reencarnación de Buda en Jonte y Lope de Vega. Fui hasta su estudio en la calle Azcuénaga 446, 3 piso a la calle, entre Corrientes y Lavalle, un lugar denso, lleno de comercios, gentes, galerías, comercios mayoristas y minoristas, algún rabino, vendedores ambulantes, senegaleses por doquier ofreciendo anteojos de plástico. Tránsito saturado, aire lleno de olor a combustión. Punguistas. Arrebatadores de celulares. En el edificio funcionaba desde hacía años la empresa La corporación del Once. Yo pensé, este tipo es distinto, mirá donde se instala para hacer literatura, mirá adonde convoca a los demás a conversar de letras, a construir ficciones; en medio de la realidad de las realidades. El comercio, el trabajo, el intercambio, el encuentro de seres diferentes. Su departamento era un monoambiente largo de unos quince metros por cuatro de anchura, Se entraba cerca de la pared derecha, sobre la pared izquierda había una biblioteca llena de libros, el escritorio al final, cerca del ventanal, también estaba lleno de libros, aparentemente fuera de orden. En todas las superficies horizontales, había libros apoyados y apilados. Me miró, me relojeó, yo tenía por ese entonces unos 59 años y era funcionario del gobierno en capital, le dije a modo de presentación que era arquitecto y me desempeñaba en el Ministerio de Desarrollo Urbano. El me dijo que era profesor, crítico y escritor, y que era marxista. No me ofreció agua, ni café, nada. Después, luego de años de trabajo me di cuenta que durante sus horas de taller a nadie le ofrecía nada, con suerte pasar al baño. Era espartano. A poco de conversar se dio cuenta que yo no era del palo, pues me dijo:
Me dijo entonces de suspender la reunión y que yo le deje el material que quería corregir con él. Le entregué unas cien páginas A4, nos saludamos y me fui. Una semana después volvimos a encontrarnos en Azcuénaga, él había leído el material y me dijo:
Yo había llevado a las dos reuniones un cuaderno espiralado de hojas cuadriculadas y anotaba todo lo que el profesor decía. Eso le gustó mucho, me lo confesó mucho tiempo después. Se me hizo un nudo en el estómago, llevaba trabajando un año y medio, casi dos en ese texto y tenía que empezar de nuevo. Le dije que sí. Y fue una de las decisiones más hermosas de mi vida, de la que jamás me arrepentiré. Pues me permitió trabajar con él, sin nadie más, personalmente, por celular o por zoom en medio de la pandemia. Fueron diez años gloriosos. Escribí bajo su cura tres novelas y tres libros de poesía en una década. Viajé con él en subte, presentamos los libros, comimos pizza de parados en Angelín volviendo a Villa Urquiza, los prologó y los epilogó en otros casos. Una vez hablando de religión, pues mis textos abordaban temas religiosos o espirituales reiteradamente, me dijo:
Yo bromeando le contesté.
Pero él era muy porteño, muy pícaro, su altísimo nivel intelectual y una fina sensibilidad, no le impedía conectarse con lo real, con todo eso que sucedía en el barrio del Once donde había anclado como antigua barca de madera su atelier, su espacio sagrado. Entonces me dijo:
Él no era capitalista, cobraba pocos pesos por una hora larga de trabajo presencial y no cobraba nada, por las cuantiosas horas de preparación de las reuniones de trabajo. Su dedicación y prolijidad, su entusiasmo y creatividad puestas al servicio del otro, de verdaderos otros, lo distinguía como un ser humano excepcional. Un verdadero y gran humanista. Le agradezco a Dios todopoderoso, que reciba en su seno a este magnífico ser humano. Tal vez la partida del maestro Noé Jitrik lo haya afectado mucho. Roberto Ferro, no sé en que parte del más allá estarás con tus amigos, pero ha sido un honor enorme para mi haber sido tu alumno.
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