En esta semana Germán García ha muerto. En mi caso no puedo desligar la muerte de la amistad porque como se ha dicho ya tantas veces cuando se pierde a un amigo, se pierde también una parte de nuestro propio ser. Ese minúsculo universo de pasiones, complicidades de afectos y rechazos, establecido en conjunto, con quien fallece, se extravía, se desvanece con su vida.
Estricto contemporáneos, su muerte me permite individualizar de la manera más radical el sentimiento de finitud de mi propia persona. Una muerte que lleva consigo un duelo que es no solamente una despedida, la despedida del otro, sino también un acto de profunda interiorización por parte de quien sobrevive. Soportar ese choque, aceptar la pérdida del otro, es la morada que el fallecido deja sobre los vivos.
Entonces recurro a la rememoración de lo que ha significado y seguirá significando Gemán García; su vida intelectual está atravesada tanto por la literatura: sus novelas, sus textos críticos y teóricos, son insoslayables, como por el psicoanálisis, campo en el que ha hecho notables aportes a la teoría y la clínica.
Hay de todos modos un punto de cruce entre ambas jurisdicciones, Germán García como escritor y como analista nunca ha soslayado el riesgo, siempre ha acogido como emblema de su pensamiento la resistencia a todo atisbo de conformismo.
Ha escrito Es notable la manera en que la lectura de Macedonio Fernández genera la amistad, así como Witold Gombrowicz genera antagonismos y mascaradas, y la de Jorge Luis Borges la admiración y el rechazo. Y digo que la relación con German Garcia instalaba la amistad en el plano áspero de la confrontación y de la cercanía, sin que hubiera contradicción entre ellas.
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