Es tanta la virtud inquietante e incierta de los sucesos, sus vericuetos infranqueables y etéreos, sus vicisitudes y simulacros, que sería casi imposible intentar imitarla sin pensar si ella misma no es mera construcción de alguna palabra alguna vez dicha. Igual –o de diferente manera– hay realidades y construcciones o, siguiendo a Piglia, realidades, que son dichas por el discurso pero es tan fino el velo que las envuelve o separa –o distorsiona– que es casi imposible comenzar a desentramar un enunciado sin pensarlo como un posible narrativo que nunca nadie haya podido imaginar.
La vida del escritor es intervenida por la del narrador y la del lector –en ese incierto orden– y juntos –pero siempre separados por el abismo del tiempo y la imposible simultaneidad de la escritura– recrean el espacio fortuito que confiere realidad a la escena en doble apuesta, como las dos historias de un mismo cuento –Piglia dixit–.
Las dobles escenas, la repetición de esa lectura infinitas veces, la singularidad de las características reveladoras de algún personaje que puede encontrarse deambulando en cualquier calle, son solo algunas resonancias que la particularidad de proyección de la escritura puede desviar, no siempre como un producto de la imitación de uno sobre otro sino que, al ser el original una urdimbre de subjetividades y ocasiones, su doble o copia podría dejar de caber en el molde que la anhelaba como prueba de su existente latido. La novela de Roberto Ferro Todo viene del pasado indaga sobre estas cuestiones comenzando con una pregunta que proyecta o sugiere un velo aún más espeso entre escritor y narrador, revisando la familiaridad de la copia en función de sus especificidades creadoras y creativas.
Si tuviese que pensar en una constate en la escritura de Roberto Ferro diría que no solo trata de su pasión por los enigmas combinados con temas literarios, sino también con su persistente reflexión en torno a la escritura y sus efectos –o afectos– tanto en el plano de lo narrativo como en el de la vida –del que escribe, del que lee, del que se ve atrapado en, o por, las tramas– que se entreveran con anclajes firmes en lo real.
Lo real aparece no como una forma del espacio y el tiempo, como una acción en el plano de la vida, sino como una sucesión de hechos que se encadenan y que dan cuenta de una continuidad que tiene que ver, como acción, con la escritura y la lectura. Lo que se pone en cuestión es la valoración del original en tensión con la copia de lo inexistente, más que eso: la invención del original, la composición de la realidad en función de lo que pudo haber sido: los posibles narrativos de la vida. La intervención de las posibles cartas en la biografía de Puig no son solo un acto de reverberación de un conflicto de identidad, sino la constatación de que no hay copia que no contenga algo de realidad: la que generó el episodio que convocó la escritura de las cartas como parte de un presente, se gestó producto del advenimiento de los sucesos ¿es más que eso lo real o la vida? El falsificador se nutre de su imaginación para modificar en algún punto la trayectoria del personaje que, como éste, se vio atropellado por la existencia del artista, es entonces producto de un juego confuso intentar develar cuál es más real o menos simulacro. Al no haber original no puede haber copia, las cartas son un original: el que las escribió es ese otro para sí mismo. En ese escenario Roberto Ferro se nutre de Jorge Cáceres y éste permanece con vida gracias a la mano avezada de su creador que, injuriado, aparece como falsario de su propia pluma.
Lo que viene del pasado, ese todo que es a la vez nada y una sensación de nostalgia por lo que pudo haber sido, no tiene que ver solo con el tiempo transcurrido o con las historias que atraviesan el presente y lo interpelan o reformulan –de hecho la serie de Jorge Cáceres construye una secuencia que no necesita de ella misma o su secuencialidad para ser comprendida– sino también con las reverberaciones de la acción pasada en la construcción narrativa del presente, en cómo un trazo pasado –sea real o solo respete su orden de manera tan verosímil que sea más representativo que si lo fuese– puede interferir en los actos que se diseñan en función de acomodar las piezas. Las historias en esta novela no son menos que acciones que transcurren a partir de vínculos que reaparecen y proponen una reformulación que modifica el tránsito que parecía establecido pero sin reacomodarlo del todo.
En la búsqueda de la verdad el lugar del investigador está ocupado por quien debe acceder a ser otros para lograr desenmascarar una secuencia que no es resuelta en la novela porque no podría serlo en la vida, al igual que en Blanco nocturno, la escritura excede a la escritura procurando no romper con el modelo de impunidad social que se levanta detrás del imaginario social inaccesible, de los vericuetos de esferas en las que el poder económico es más fuerte que el deseo de ser, de permanecer, de soñar y de escribir.
Aparece, en esta novela, un Jorge Cáceres que despliega su estrategia narrativa alejada ya del deseo sexual o la contienda amorosa que tantas veces acompañó de cerca sus tramas, porque él mismo se siente un falsario de sí mismo, un escritor que escribe como otro, que se llama como otro, que tal vez no puede amar si no fuese realmente otro, que escribe pero nunca termina de aparecer como escritor de sus palabras, que vive una trama que lo interpela hasta el punto de que debe desnudar su escritura porque registra su propio carácter de copia de un original inexistente: el Doctor Roberto Ferro no es su original pero sí el que se reconoce en el mundo editorial como autor de sus novelas, aunque tal vez, ese sea su deseo o el del otro. En algún posible narrativo que tal vez alguien llegue alguna vez a escribir, imaginar o vivir, está la desviación que trasmuta a uno en otro, sin ser nunca copia y original, o si, o viceversa.
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